14 de agosto de 2013

OPINIÓN.

Materia gris
Política, emancipación y ruptura del neoliberalismo
Por Ricardo Forster
08.08.2013

Durante muchos años los argentinos, como el resto de los latinoamericanos, fuimos prisioneros de un discurso dominado por los mandarines del lenguaje económico; fuimos pasivos receptores de un discurso fundamentalista en el que se clausuraba de una vez y para siempre cualquier alternativa diferente a la del neoliberalismo. Los economistas profesionales, aquellos en especial que oficiaban de gurús de los grandes grupos económicos y que estaban a la vanguardia de la especulación financiera, habían logrado introducir una palabra mágica: inexorabilidad, que quería decir precisamente eso: que el triunfo de la economía de mercado y de la globalización constituía no sólo la expresión del éxito del capitalismo más concentrado y liberal sino, en un sentido más amplio y decisivo, el fin de la historia, el arribo a una época en la que quedaban para siempre cerrados los conflictos políticos, las luchas ideológicas y cualquier alternativa a las leyes sacrosantas del mercado. El silencio de los cementerios era el lugar al que se destinaban todas aquellas tradiciones que se habían atrevido a cuestionar la marcha triunfante de un capitalismo convertido en amo y señor de un mundo unipolar.
Nada quedaba por hacer, apenas esperar que algo de la riqueza producida en los países centrales se derramase sobre nuestras pobres sociedades tercermundistas. Un clima de resignación y desasosiego dominó la escena hasta vaciar de contenidos antiguas y venerables posturas intelectuales que se resistían a esta clausura de la historia. Lo que quedaba herido de muerte era la posibilidad de imaginar alternativas políticas y económicas capaces de introducir demandas de igualdad en el interior de sociedades brutalmente desiguales. Las viejas ilusiones igualitaristas se transformaron en reliquias de otra época del mundo mientras la naturalización de los valores y las ideas neoliberales desplazaban de los imaginarios dominantes cualquier referencia a otro modelo de organización de la vida social.
El giro de los años ’80 y ’90 hacia la brutal hegemonía de la economía de mercado supuso el ocaso de aquellos proyectos emanados de los países subalternos y que, con el correr de los años, vieron de qué modo se diluían sus esperanzas mientras crecía exponencialmente la desigualdad y la pobreza. El triunfo del neoliberalismo supuso no solamente la conquista del presente sino, también, la reescritura del pasado que buscó arrojar al cajón de los desperdicios la memoria completa de los incontables de la historia, mientras proyectaba hacia atrás y hacia adelante el relato de una tradición liberal bucólica, progresista y civilizatoria. Algunos intelectuales vernáculos, antaño adheridos a la izquierda y a las tradiciones nacional populares, ahora, en estos tiempos de nuevos conflictos atravesados por la repolitización de nuestras sociedades, parecen redescubrir las supuestas mieles del republicanismo liberal, que entre nosotros casi siempre fueron amargas. De un modo inexplicable silencian la dimensión represora, explotadora y barbárica de una parte no menor de esa tradición a la que adhieren con fervor de conversos recientes. Como gran parte de sus colegas europeos han mutado sus antiguos ideales en dispositivos puestos al servicio de la hegemonía liberal-conservadora. Sus principales plumas, entre nosotros, eligen como tribunas de opinión a los medios corporativos de la derecha vernácula. Dime dónde escribes y te diré a quién defiendes.
Lo inesperado, aquello que no estaba en el manual de nuestros economistas ortodoxos de los noventa, ocurrió al girar el siglo en Latinoamérica cuando desde la Venezuela de Chávez, pasando por el Brasil de Lula, la Argentina de Néstor y Cristina Kirchner, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Correa y el Uruguay del Frente Amplio comenzaron a hacerse sentir no sólo nuevas perspectivas que parecían olvidadas sino que regresó con insistencia lo que quisiera definir como la cuestión de la política allí donde se iniciaron procesos complejos, de acuerdo a cada país y a cada proyecto, de redefinición del papel del Estado en la regulación de las respectivas economías asociado todo esto a ciertos modos de la participación popular que podían aparecer como anacrónicos respecto de los vientos dominantes de la época allí donde se volvía a hacer visibles a los invisibles de la historia y a sus necesidades olvidadas. Se abría una nueva etapa anómala e inesperada en la que viejos y nuevos desafíos volverían a ponerse a la orden del día, en particular el que destaca la imperiosa necesidad de cruzar los caminos de la libertad democrática y de la distribución más igualitaria de la riqueza en un continente arrasado por décadas de regresión social, cultural, política y económica cuyos principales responsables siguen dictando cátedra de republicanismo liberal desde los principales diarios.

América latina, y la Argentina no fue la excepción, giró hacia posiciones que muchos calificaron de “populistas” pero que, en líneas generales, tenían más que ver con un freno al abusivo dominio del neoliberalismo que con el retorno efectivo a modelos que hundían sus raíces en el primer peronismo, en el varguismo brasileño o en el cardenismo mexicano de los cuarenta, no porque no funcionaran de inspiración sino por las nuevas características de la época que exigían nuevas alternativas que, sin embargo, pudiesen recuperar lo mejor de aquellas tradiciones distribucionistas, en particular la argentina y la mexicana. Se trató, más bien, de la introducción de políticas gubernamentales en disonancia con la retirada del Estado y fuertemente inclinadas a redefinir la lógica de la distribución de la riqueza en un continente que había visto cómo en los últimos veinte años las cifras de la desigualdad alcanzaban niveles escandalosos, los más altos del planeta, acrecentando exponencialmente la pobreza y la marginación. Frente a ese cuadro algo comenzó a sacudirse en el cuerpo sudamericano y eso que se inició tímidamente pasó a convertirse en insoportable para la lógica del establishment. Hugo Chávez se transformó en el diablo, en el nuevo come niños una vez derrotado el comunismo; Evo Morales tuvo que lidiar con las conspiraciones separatistas de los nuevos ricos de Santa Cruz de la Sierra mientras profundizó la política de nacionalización de los hidrocarburos junto con un paso decisivo hacia una refundación constituyente del Estado Plurinacional basado en los pueblos originarios y en los movimientos sociales; a Lula, eso parece olvidarse hoy cuando tanto se lo reivindica, la corporación mediática brasileña intentó desbancarlo pero no lo lograron; Correa fue jaqueado por la invasión colombiana –vanguardia de la política de Estados Unidos hacia nuestro continente– y luego por el fallido golpe iniciado por fuerzas policiales; el gobierno de Cristina Fernández sufrió la poderosa embestida de los dueños de la tierra acompañados por los grandes medios de comunicación que asumieron, claramente, un rol de oposición (de derecha) allí donde esta última carece de cualidades y condiciones para serlo, y también vimos de qué modo en Honduras y Paraguay se experimentaron, y triunfaron, alternativas para clausurar el avance de políticas distribucionistas y populares apelando a un dispositivo de seudo legalidad institucional, mientras lo que efectivamente se llevó adelante fueron golpes de Estado que buscaron no sólo quebrar a Zelaya y a Lugo sino, más grave todavía, sentar un peligroso antecedente para el resto de América latina. Una suerte de golpe “democrático” destinado a rescatar a la democracia de sus enemigos internos, esos que amenazan, así lo publicitan, a las instituciones y que limitan la autonomía de los poderes apelando a las retóricas y a las prácticas perversas del populismo. Llama la atención que esos mismos intelectuales “progresistas” silencien los actuales desafíos de las derechas continentales mientras escriben sus artículos contra los gobiernos “populistas” desde las páginas de los diarios conservadores. Para ellos el enemigo (perdón por el uso de esta palabra destemplada) asume el rostro de estas nuevas experiencias latinoamericanas.

En definitiva se trató y se trata del retorno de la política, de la instalación en la escena latinoamericana de una gramática que parecía olvidada y que respondía a otra época de la historia. Una rareza en un tiempo dominado por la economía ortodoxa y sus lógicas que suelen, por lo general, desechar lo político en nombre de las más diversas formas de la gestión y de las reingenierías sociales, esas que en los noventa nos dieron un Collor de Melo, un Menem o un Fujimori, verdaderos adalides de las retóricas del consenso y del fin de las ideologías, retóricas que bajo nuevos ropajes regresan de la mano de los neorrepublicanos de última hora, esos que abominan del conflicto y que denuncian al gobierno de Cristina Fernández, y antes al de Néstor Kirchner, por confrontativos y hasta violentos.

Lo propio de la hegemonía del capitalismo especulativo-financiero (hegemonía que sigue desplegándose en Europa pese a la intensidad de la crisis) fue naturalizar, por un lado, sus construcciones históricas y sus intereses corporativos mientras que, por el otro lado, profundizaba la despolitización de las sociedades lanzándolas a los brazos de la tecnocracia, el management empresarial y la retórica aterrorizadora de los gurús de la economía de mercado, todo ello funcional a la destrucción del trabajo, a la profundización exponencial de la desigualdad y al incremento vertiginoso de la pobreza y la marginalidad. Una parte sustancial de los políticos y de los partidos tradicionales fueron cómplices directos de este proceso de vaciamiento de la política y de la democracia. La crisis del 2001 señaló el punto de colapso de esa hegemonía sin resolver, por supuesto, de qué modo se podría superarla. La llegada de Kirchner constituyó una sorpresa, aceptada al comienzo, para luego ser virulentamente enfrentada por los poderes corporativos tradicionales que a los pocos meses de asumir Cristina Fernández iniciaron lo que sería una ofensiva que no se ha detenido para horadar su legitimidad democrática y condicionar su gobierno. En vísperas de las elecciones de octubre siguen buscando, con distintos recursos y estrategias que siempre bordean lo destituyente, condicionar a quien sigue señalando el rumbo político de la Argentina en una perspectiva popular, democrática y latinoamericanista.

Si esto es así, si en las diversas geografías sudamericanas se inició, hace más de una década, un camino de retorno a la política antes desvastada por la hegemonía del discurso económico neoliberal, una hegemonía que desbarrancó, en aquellos tiempos oscuros, la posibilidad misma de pensar desde tradiciones emancipatorias alternativas a la lógica del capitalismo salvaje, lo que se ha vuelto fundamental no es solamente desarrollar las diferentes modalidades de la intervención económica sino, también y como viene sucediendo en algunos de nuestros países, los modos a través de los cuales se podrá seguir recreando, a la vez, un pasaje a la política de la mano de una reinvención democrática sustentada en algo más que el decisionismo nacido de las urgencias de sociedades colapsadas. Esto es, de qué modo las políticas de transformación ligadas a la redistribución efectiva de la riqueza, al mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares y a la ampliación del rol regulador del Estado se conjugan con la emergencia de amplios movimientos sociales que se van constituyendo en base de apoyo de esas políticas. Lo que también supone comprender aquello que en términos socioculturales ha significado el neoliberalismo, asumiendo la extremadamente compleja tarea de reinventar tradiciones democráticas y emancipatorias duramente golpeadas en las últimas décadas del siglo pasado. En la actualidad sudamericana lo que está a la orden del día es ese desafío que va contracorriente de un mundo que sigue las directivas del gran capital financiero; una ruptura inesperada que nos ha convertido, parafraseando a John W. Cooke, en el hecho maldito del capitalismo global.

Salir de los noventa, de la lógica de la resignación que invadió nuestras sociedades, supone volver a discutir el entramado de economía, política y cultura al mismo tiempo que no se debe ni puede invisibilizar la profunda derrota, en amplios sectores, de las visiones progresistas ante la brutal naturalización del imaginario liberal. Un imaginario que modificó conductas sociales, formas de la sensibilidad, prácticas culturales y modos de ver el mundo pulverizando, en muchos casos, la tradición de los oprimidos. Por eso no es cuestión, exclusivamente, de insistir con un discurso neodesarrollista o afincado en la lengua de los economistas, un discurso de las cifras y de los escenarios productivos; se trata, por el contrario, de politizar la economía, de inscribirla nuevamente en el interior de un proyecto de transformación que sepa dejarse interpelar por los sujetos de las injusticias, por aquellos sin los cuales todo proyecto será apenas una pura manifestación de deseos altruistas sin base genuina de sustentación y profundización. 
Fuente:Veintitres

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