Derechos humanos y barbarie
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Eduardo Anguita
sociedad@miradasalsur.com
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Eduardo Anguita
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Esa idea tan estrecha y tan alejada de los procesos emancipatorios se había consolidado en la década del treinta, pero fue abortada temporariamente por la irrupción del peronismo. El proceso popular fue democrático, profundizó los derechos sociales y parió una Constitución, pero no dejó de ser faccioso. El peronismo tributó a la herencia del federalismo y el yrigoyenismo, movimientos que irrumpieron con las armas a la escena política y que fueron desplazados del poder con la violencia de las armas.
Tan violento fue el desalojo de Juan Perón de la Casa Rosada que su prólogo fue el bombardeo a la Plaza de Mayo: era una advertencia del costo que hubiera tenido una resistencia militar y popular a ese golpe de Estado.
La particularidad de esos años era que la única organización que tomaba la idea de los derechos humanos (hasta ese entonces eran “derechos del hombre”, tal como lo definía la declaración universal de 1948) era el Partido Comunista (PC), que contaba con la Liga Argentina de los Derechos del Hombre, creada en 1937 al calor del impulso de los comunistas europeos para enfrentar al fascismo. En la Argentina, la Liga asistió a muchos de los comunistas perseguidos y encarcelados durante el peronismo. Al haber caracterizado al peronismo como una variante vernácula del fascismo, la izquierda adscripta a la Unión Soviética estuvo enfrentada con el peronismo y las organizaciones de defensa de presos y de libertades civiles acompañaron la política del PC, que vivió muy traumáticamente sus alianzas con sectores que podrían definirse como antipopulares por su antiperonismo y por la brutalidad de la represión que desataron contra las protestas obreras y la resistencia peronista. Esto cambió con el golpe de Juan Carlos Onganía de 1966, cuando esa dictadura intervino las universidades y asumió la doctrina anticomunista de los Estados Unidos. Las cárceles y los tribunales de entonces contaron con la solidaridad de las comisiones de familiares de resistentes peronistas, de los que surgían al calor de la izquierda revolucionaria fundamentalmente guevarista y también de la Liga, alineada con el PC. La ferocidad de la represión y la tortura pusieron en el centro de la escena política lo que entonces se llamaba “solidaridad” con los presos y los torturados.
Una mención especial merecen las atrocidades de las tropas norteamericanas en Vietnam que llevaron a masivas manifestaciones en los países centrales en procura de la paz en aquel país. Se formó el Tribunal Russell donde estaban no sólo personalidades como Bertrand Russell y Jean Paul Sartre sino también el argentino Julio Cortázar, quien se convirtió en una figura que multiplicó el interés por lo que sucedía en la Argentina con la dictadura de Agustín Lanusse. Por entonces, Cortázar publicó El libro de Manuel, una mezcla de literatura y panfleto de denuncia cuyos derechos de autor donó para las comisiones de solidaridad.
Sin estos antecedentes hubiera sido impensable que la “lucha por los derechos humanos” hubiera tenido la potencia que tuvo durante la dictadura iniciada en 1976. Cabe recordar que la llegada de James Carter al gobierno de EE.UU. a fines de ese año produjo un giro de la política norteamericana en el continente respecto de las dictaduras. El concepto “derechos humanos” fue pensado desde el centro del mundo para combatir tanto “las dictaduras comunistas” como las alentadas precisamente por los Estados Unidos mismos. Ese concepto entró a la Argentina como el rock: por la ventana, para luego instalarse y nutrirse de la propia historia. Por espanto y por amor, o por ambas cosas, se dieron la mano los emisarios de organizaciones como Amnistía Internacional y la Cruz Roja Internacional con las madres de los militantes desaparecidos, la mayoría de los cuales eran enemigos declarados del imperialismo. En la diversidad de intereses, pero con objetivos precisos, se fraguó una camada de Madres y Abuelas así como de infinidad de personas que tomaban el riesgo de luchar contra la dictadura en las entrañas del monstruo.
Como en ningún otro país, uno de los corolarios de este riquísimo proceso fue el de los juicios a los genocidas, que tienen plena vigencia. Sin perjuicio de eso, hoy los derechos humanos tienen un diálogo intenso y contradictorio con muchos segmentos de la sociedad. Hay sectores que suman a esto desde una militancia social, territorial o de defensa de los pueblos originarios, contra la trata de personas y los atropellos y crímenes de las fuerzas de seguridad o de denuncia de los atropellos en las cárceles. Otros sectores, por el contrario, han construido un discurso basado en que “los derechos humanos son para ellos”.
Y el “ellos” es un grupo difuso en el que están “los delincuentes” o los que están en organizaciones que luchan por la dignidad y la vigencia de los más diversos derechos. Ese discurso está bastante extendido y nunca son pocos los esfuerzos para promover el diálogo y tratar de desactivar esa visión mezquina y reaccionaria de una sociedad que avanzó en paz y democracia sobre los crímenes de la dictadura.
Uno de los ejemplos impactantes sobre la gran identificación con los derechos humanos lo constituye la recepción que tuvo la recuperación de la identidad de Ignacio Guido Montoya Carlotto. La película Verdades verdaderas, de Nicolás Gil Lavedra, una ficción sobre la vida de Estela de Carlotto, tuvo el sábado pasado un altísimo nivel de audiencia. Según Ibope pasó –a la medianoche, un horario no central– los ocho puntos de rating. Es seguro que entre quienes la vieron se emocionaron por distintos y contradictorios motivos. También algún xenófobo, algún golpeador, alguna corrupta derramó lágrimas por una identidad ganada. El asunto, precisamente, es que la idea de defenderse de la injusticia llegue a otros territorios castigados. El asunto es que sepamos que los derechos humanos y las gentes que luchan por ellos son resultado de un sistema desigual, que reproduce desigualdad y necesita de autoritarismos, atropellos, desconocimiento de derechos y miedos a granel. Los derechos humanos no son un gheto sino apenas una muestra de lo que se puede hacer para luchar por la vida y por la igualdad.
Fuente:MiradasalSur
Las particularidades de lo universal
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Eduardo Grüner. Sociólogo
sociedad@miradasalsur.com
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Eduardo Grüner. Sociólogo
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Esa revolución –la “francesa”– emitió un documento extraordinario que, con toda razón, seguimos reverenciando: la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y el Ciudadano. Esa revolución inaugura pues, como tantas veces se ha dicho, la era de la política moderna sobre la base de la expresión “derechos humanos”. Repitamos: el acta fundacional de la modernidad política occidental –a la cual nos guste o no pertenecemos– asocia inmediatamente la política a los derechos humanos, sí, pero ¿”universales”? ¿Seguro? Compliquemos un poco la cuestión.
Primero: muy tempranamente, en 1842 o 43, en su ensayo Crítica de la filosofía del derecho de Georg Wilhem Hegel, Karl Marx –actuando casi como un psicoanalista avant la lettre que detecta un pequeño lapsus– llama la atención sobre el enunciado “Derechos del hombre y del ciudadano”. La conjunción “y” es también una disyunción: el ciudadano no es lo mismo que el hombre. “Ciudadano” es una abstracción universal jurídico-política, “hombre” habla de toda clase de diferencias particulares-concretas: los hombres realmente existentes son, para empezar, también mujeres; pertenecen a diferentes clases sociales –algunas dominantes, otras dominadas–, a diferentes grupos étnico-culturales, religiosos, lo que fuere. Hay un desfasaje, una no-homogeneidad, un des-acuerdo entre la generalidad “ciudadano” y la particularidad “hombre”: son dos registros que pueden tocarse pero jamás recubrirse mutuamente de manera completa. Lo cual lleva a Marx a un exabrupto provocativo, escandaloso, pero orientado a demostrar su punto: que la ley sea igual para todos es, en términos lógicos, un disparate, y, en términos políticos, una injusticia, puesto que los sujetos de esa “igualdad”... son todos diferentes.
Segundo –y quizás más importante, o al menos más, digamos, espectacular–: unos 200.000 negros esclavos que por entonces vivían en la colonia francesa de Saint-Domingue (más tarde llamada Haití) tuvieron que enterarse de la peor manera, luego de conocida la extraordinaria Declaración, de que su “universalidad” tenía un límite bien particular (tan particular que incluso tenía color, a saber el negro): mal podía comprenderlos a ellos –por ejemplo otorgándoles la libertad, como hubiera sido una consecuencia lógica–, puesto que la tercera parte de los ingresos de esa Francia que había decretado el magno documento provenía de la superexplotación de la fuerza de trabajo esclava en las colonias. Tuvieron pues que hacer su propia revolución, a costos altísimos de muerte y sufrimiento, para obligar a la Revolución Francesa a que su Declaración se transformara en realmente “universal”, decretando la abolición de la esclavitud, si bien recién en 1794. Es decir: lejos de ser la revolución haitiana un reflejo o un efecto de la francesa (como da por sentado la ideología eurocéntrica que cree que los movimientos emancipatorios modernos son productos de exportación del “centro” hacia la “periferia”), fue la revolución haitiana la que completó la “universalidad” de los derechos humanos de la revolución francesa, muy a pesar de ésta. Paradoja evidente: es un particularismo (el “negro”, para el caso) el que puede realizar el “universalismo” trunco, fracturado.
Conclusiones –parciales y provisorias, como siempre–: los “derechos humanos” devienen inevitablemente una abstracción vacía si no se los hace jugar en cada caso contra la particularidad concreta de aquellos de los cuales se predican. Los derechos humanos no son pues –pese a la coincidencia de las dos cosas en su fundación moderna– lo mismo que la política: la política es por definición el ámbito de conflicto entre particulares (por eso existen los llamados “partidos” que, como lo indica su nombre, son partes y no el Todo), y esos particulares siempre constituyen un límite para toda pretensión de universalidad. Mucho menos entonces se puede pensar una política de los derechos humanos por encima –planeando en el cielo incontaminado del topos uranos platónico, o algo así– de las miasmas de la lucha política. Los derechos humanos deben, sin duda, ser lo que se llama una política de Estado. Pero, justamente: el Estado tampoco es una abstracción universalista, mal que le pese al maestro Hegel. También él, como los derechos humanos, está atravesado, fracturado por los conflictos de la sociedad a la que pertenece. En una sociedad dividida en clases, contaminada por la injusticia, la dominación, la explotación, la opresión colonial, etcétera, no hay posibilidad ética de ser abstractamente universales: hay que tomar partido. “Tomar partido” no quiere decir postular que unos tengan derechos y otros no: quiere decir hacerse cargo de que hay condicionamientos de base, “estructurales”, que distribuyen desigualmente la capacidad de ejercicio de los derechos, y por lo tanto su pretendida universalidad siempre chocará con algún límite particular, al menos hasta que esos condicionamientos “de base” sean radicalmente transformados. Como no pudo, pese a sus enormes logros, hacerlo la revolución “francesa”, que como acabamos de ver ya de entrada fue secuestrada en su universalismo por un sector particular –los hablantes de lengua francesa– y por otro lado tuvo que esperar la acción consecuente de otro particular –los esclavos negros haitianos– para realizar su universalidad.
Permítasenos insistir: si hacemos de los derechos humanos una abstracción generalizante sin determinaciones concretas, aplicable a todos los casos bajo la lógica del “equivalente general”, hemos perdido desde el vamos la discusión sobre su verdadera universalidad. Porque bajo esa lógica, en esa bolsa oscura todos los gatos son pardos, y tendrán perfecta razón los que reclaman que sean aplicados los mismos derechos humanos (no hablamos de los derechos “civiles”, que son otra cosa, como lo indica aquel “y” señalado antes) a, por ejemplo, los genocidas y las víctimas del genocidio. Y bien, no: no sería ninguna ganancia sustituir una teoría de los dos demonios por otra de los dos ángeles. Qué le vamos a hacer, no es un asunto de buena voluntad ni de buenas intenciones: la realidad particular del mundo en que vivimos dice “objetivamente” que hay víctimas y victimarios, y que esas “partes” no son iguales. No son equivalentemente intercambiables.
Vistos estos insuperables límites particulares a la universalidad, ¿quiere decir que los derechos humanos deberían ser desplazados al reino de lo puramente particular? De ninguna manera. Allí nuevamente perderíamos desde el vamos la discusión, solo que desde el otro polo del dilema. Tendríamos que admitir, por ejemplo –vaya a saber por qué se nos ocurre este ejemplo en estos días–, que los delincuentes extranjeros fueran tratados con mayor dureza que los locales, en atención a su particularismo nacional. Eso, además de una perversión lógica, sería una auténtica obscenidad ética, política, ideológica, y también legal. Dicho lo cual, no se nos escapa que la Ley –así, con mayúsculas– contiene necesariamente tales “obscenidades”, justamente porque su universalidad, por definición, no puede nunca disolver las particularidades de cada uno de los casos a que se aplica, bien o mal: la Ley –no hace falta siquiera ponerse demasiado “foucaultianos”– también es un campo de batalla en el que se juegan las relaciones desiguales de poder. Recuérdese, a manera de apólogo, ese descomunal fragmento de la novela El proceso (qué titulo para leer desde la Argentina) de Kafka, en el que el señor K, después de deambular interminablemente por los laberintos burocráticos de la ley abstracta, finalmente entra a la sede del tribunal que lo va a juzgar. ¿Qué se encuentra allí? Una multitud, un público numeroso que ha asistido a presenciar la audiencia, y que es más bien una horda salvaje vociferante que lo insulta o lo escupe, mientras los jueces, encaramados solemnemente en su estrado y vestidos con sus togas, miran imágenes pornográficas disimuladas dentro de los volúmenes del código, un ujier está violando a una muchacha en un rincón del recinto, y así siguiendo. O sea: estamos, como decíamos, ante la particularidad obscena (no es un insulto: esa palabra significa sencillamente “lo que debería quedar fuera de la escena”) que es la otra cara de la universalidad abstracta y enigmática de la Ley. Entiéndase: las dos cosas forman parte de la Ley, porque ella también, como los derechos humanos y como el Estado, están constitutivamente marcados por la tensión entre el universal y los particulares.
¿Debe concluirse entonces que el campo de los derechos humanos es el de una insoluble contradicción, un permanente y constitutivo conflicto? Sí: eso es exactamente lo que debe concluirse. Y esa conclusión inconclusiva no debería alarmarnos ni desesperarnos. La vida misma es una contradicción insoluble, puesto que conduce a la muerte. Pero, ¿qué haríamos sin ella? ¿Cómo viviríamos sin la vida que lleva a su propio fin? De todos modos, no es imprescindible ponerse tan “ontológicos”. La dimensión de los derechos humanos es profundamente histórica, y la Historia –volvimos a Hegel, si quieren ustedes– avanza, o retrocede, o las dos cosas al mismo tiempo, a los tumbos, a los desgarrones, a través de contradicciones y conflictos, muchos de los cuales no tienen solución dentro de los límites del sistema que los ha generado. La auténtica universalidad de los derechos humanos, como insinuamos más arriba, y a la que no podemos renunciar, sólo es tal si contempla su propio conflicto interno con los particulares que la enfrentan con sus límites. Sin ellos, como hubiera dicho Adorno, es una falsa Totalidad.
Una última reflexión –o menos: una ocurrencia–: los derechos humanos no son derechos “naturales”. Una de las grandes novedades cuya condición abrió la revolución “francesa” (aunque ella misma no la pusiera en práctica) es precisamente la ruptura con la lógica iusnaturalista / contractualista anterior, la de los por otra parte tan distintos Hobbes, Locke o Rousseau. Para ellos, los derechos vienen como si dijéramos genéticamente inscriptos en la “naturaleza” humana. Pero la historia ha demostrado que no es así. Los derechos humanos son una construcción, una adquisición, y sobre todo una conquista, duramente pagada, de las luchas de los pueblos. No una dádiva de la Naturaleza ni del Estado, sino una marcha multitudinaria de las sociedades entre aquellas contradicciones, conflictos y desgarramientos, donde casi siempre hubo que poner en juego, una y otra vez, esas tensiones insolubles entre el Universal y los particulares. Baste el ejemplo, entre miles, de unos negros esclavos de una isla del Caribe.
Fuente:MiradasalSur
Las palabras políticas
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Rodolfo Mariani. Politólogo
sociedad@miradasalsur.com
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Rodolfo Mariani. Politólogo
sociedad@miradasalsur.com
La política tiene que ver con el poder y la fuerza tiene que ver con el poder. Pero la relación de la política con la fuerza es más inestable y fue objeto de reflexión a lo largo de toda la historia humana. Hubo y hay quienes entienden a la fuerza –la capacidad de ejercer violencia– como parte esencial de la política, como un recurso vital de ella y, en ocasiones, como en la guerra, su principal forma de expresión. Lejos de escindir el campo de la fuerza del de la política, consideran que cuanto más relevantes sean los intereses que sostienen un conflicto, tanto más tenderán a identificarse guerra y política.
Mucho más recientemente en la historia comenzó a tallar un pensamiento que sostiene que el recurso a la violencia socava la expresión política; que la extensión de la política se agota cuando le cede el terreno a la posibilidad de una masacre, del exterminio del otro. El fin de una palabra política sucedería, precisamente, cuando el conflicto de intereses queda velado en la posibilidad de la eliminación del otro. En esta concepción, la violencia extrema marca el fracaso, el fin de la política y, en consecuencia, no podría ser designada nunca por una palabra política. La idea de Estado como expresión política de las mayorías y al mismo tiempo como monopolio (o principal) del uso legítimo de la violencia está atravesada por esta tensión.
Pero, más allá de toda diferencia, hay un extendido acuerdo en que la política está en relación con el conflicto. En principio, entonces, una palabra política tiene que tener el efecto de alterar el campo en el que hace sentido. Una palabra política divide, separa, escinde, crea nuevas demarcaciones y colectivos que ante su pronunciación deciden (¿deciden?) habitar uno u otro lado de la línea divisoria. En ese sentido, son muchas las palabras actuales y pretéritas que se podrían mencionar como ejemplo; por caso, la mayoría de las religiones (“cristiano”, “judío”, “musulmán”, etcétera) y otras más terrenas como “negro”, “gay”, “latino” o “inmigrante” son molduras que troquelaron en su momento, y algunas todavía lo hacen, el vasto campo de la opinión. En un sentido distinto, también se podrían agregar otras que tienen el efecto de dividir: muchas marcas comerciales, personalidades del espectáculo o del deporte que acuden a llenar vacíos de sentido y proveen una ficción de pertenencia e identidad. Pero no por eso se podría decir que constituyen palabras políticas.
Una palabra política, además de escindir campos, tiene que designar un sentido de futuro superador de los conflictos. Tiene que implicar las contradicciones, reconocer los trances y los alineamientos y, fundamentalmente, portar una voluntad de redención en una unidad nueva (no es ocioso agregar que se habla del planeta Tierra, no del mas allá ni de vidas futuras). Ahora, son pocas las palabras que van quedando. Y se puede pensar que, en la metamorfosis de la idea comunista en el mundo, hay varias actuales.
Una palabra política, entonces, es una clave de interpretación, una sensibilidad fraguada en múltiples afinidades y una difusa identidad compuesta por los escombros de la historia y de nuestros propios sueños reconstituidos en ese ejercicio llamado memoria que consiste en buscar en el tiempo lo que se olvidó. La palabra política esta cargada de tiempo.
Esa idea de futuro siempre adelante, pasado siempre atrás y un presente que se va como agua entre los dedos cuando se lo quiere asir, es tan limitada y limitante que exige ser denunciada. En primer lugar porque le es funcional a una idea liberal de memoria que pretende que el pasado no sólo ya está escrito (lo cual no diría demasiado) sino que ya está descifrado. Las consignas del habla popular que dicen “lo que pasó…, pasó” o “lo pasado pisado”, no hacen otra cosa que cristalizar una idea de memoria sicaria del tiempo. “Lo que pasó…, pasó” implica predicar el vacío del concepto. Los puntos suspensivos anuncian el advenimiento de algo importante que finalmente no sólo no sucede sino que impone un no–decir sobre lo sucedido que intenta dejar la interpretación del pasado en un solo lugar posible. Un no–decir que es un decir no a toda posibilidad de resignificar la historia como yacimiento de la verdad presente.
Por el contrario, cuando Fidel dice, en 1953, “condenadme, la historia me absolverá” está asumiendo la posición exactamente opuesta, ejerciendo una memoria del futuro cuya potencia es la reinterpretación de los hechos acaecidos bajo una mirada nueva aún por construir.
Sostener que “las cosas son como son y sólo tiene sentido preocuparse por el futuro” es talar el vínculo entre la realidad y su historia. Los pueblos originarios, en cambio, tienen (y tuvieron siempre, ¡vaya paradoja!) una idea diferente del tiempo, en la que el futuro puede estar detrás.
El pasado es lo que existe y recordar es hacer presente. ¿Cómo pensar un presente desligado del mare mágnum en el que se fue otro –similar, distinto, opuesto, pero en ningún caso igual– e, inversamente, cómo visitar aquel tiempo despojado de una mirada actual? La memoria como repetición de un pasado extinto tiende a dejar las cosas donde están, es conservadora. Pero el ejercicio de volver a entender los sucesos ocurridos a partir de lo que no tiene lugar en ellos, de lo disonante, permite construir una evocación viva superadora.
Cuando los nietos recuperados mencionan esos pequeños detalles que, como sombras, los acompañaron desde siempre (“mariposas fuera del campo de visión”, nombres, pasiones supuestamente inexplicables, palabras mal pronunciadas que resuenan profundo, etcétera) hablan de un saber olvidado en el que habita la posibilidad de la verdad. Ese saber es el que va a buscar la memoria como acontecimiento de cambio, como palabra que es pensamiento y crea lenguaje. “Se me olvidó que te olvidé”, dice la canción, y se abre a un pasado que es, esencialmente, “un pasado por suceder”.
Borges dice que lo que decimos no siempre se parece a nosotros. La palabra política es esa que precisamente aparece para nombrarnos. En las últimas décadas, los argentinos transitamos un largo camino que nos fue dejando palabras. Algunas que contextualizan un momento (“dictadura”, “convertibilidad”, “la Alianza”), otras que agregan una interpretación (“menemato”, “rodrigazo”) y otras que hacen sentido desde las heridas que cada etapa le dejó al tejido social (“Madres”, “Abuelas”, “nietos”, “piquete”, “cacerola”, “cartonero”). Esas palabras son parte del lenguaje de la tragedia histórica viva, abierta, en el que todavía anidan claves de lo que vendrá.
¿Cuál será la palabra capaz de interponerse en el cruce entre lo que la historia sigue diciendo y el país por construir? ¿Cuál será la palabra que nombre tanto las divisiones propias de los conflictos auténticos como la posibilidad de resolverlos en una unidad superior? El kirchnerismo fue capaz de intervenir en la historia como una fuerza endógena de transformación. En ese sentido, fue la experiencia política más vigorosa desde la recuperación democrática y es, hoy por hoy, una palabra política que se expone al cruce de una historia hablante y un proyecto de país necesariamente incluyente. Es una palabra que nos nombra. ¿Hay otras? ¿Seguirá el kirchnerismo siendo una palabra política viva? ¿Quién/quiénes podrán encarnarla?
“La esperanza” de Malraux no es ni la vigilia de ese instante eterno en el que puede advenir una verdad, ni pura expectación imaginaria. Es, fundamentalmente, la posibilidad histórica de remover todo lo que impide el sueño, la ilusión, el deseo. En última instancia, estamos arrojados hacia el futuro y mientras haya vida toda palabra es provisoria, boceto de otras que vendrán y que siempre llevaran las huellas de la tragedia.
Fuente:MiradasalSur
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