Una excavación habitual para el pozo séptico de una casa que estaba en construcción, en el Departamento de Rivadavia (Mendoza), se convirtió durante meses en la impensada escena de un crimen. Mejor dicho, de una matanza. Encontraron al menos 30 cuerpos humanos en lo que sería una fosa común.

El hallazgo fue de casualidad, en julio de 2021. Una pareja que estaba en plena construcción de su vivienda, empezó a notar que había muchos huesos enterrados en el fondo de su casa a partir de los dos metros de profundidad. Llamaron al 911 e intervinieron la policía y la justicia, quienes finalmente dieron paso a la comunidad científica, desconociendo que podía tratarse de una matanza indígena de épocas coloniales.

“Cuando llegamos gran parte de los restos habían sido sacados del pozo y habían quedado en la superficie. Los recuperamos y empezamos a excavar con técnicas arqueológicas”, cuenta a Tiempo el bioarqueólogo Pablo Sebastián Giannotti, quien trabaja junto a Daniela Mansegosa, ambos peritos en antropología forense del Cuerpo Médico Forense de Mendoza, y docentes investigadores de la Universidad de Cuyo y del Conicet.
“En un primer momento no había indicios claros de que fueran restos arqueológicos. No había ningún objeto que nos pudiera dar un inicio de tratamiento de cerámica o una herramienta neolítica con roca. Y había un patrón de inhumación por la forma de disposición de los cuerpos muy llamativa”, recuerda Giannotti.

El misterio comenzó a desentrañarse cuando al terminar la excavación aparece un tembetá: «es una especie de piercing o adorno labial de cerámica rojo, que por la decoración tenía características de haber pertenecido a la cultura Huarpe Viluco”.

El tembetá posicionó a los investigadores en los siglos XVII y XVIII. Tiempos de la colonia. Una vez exhumados los restos, fueron trasladados a laboratorios y allí se dio un proceso particular entre los hombres de ciencia y las comunidades indígenas, sobre todo la Huarpe. Empezó un diálogo genuino (ver aparte). Por un lado, los pueblos originarios pidieron estar informados sobre los estudios a los que iban a ser sometidos los huesos y por otro, pidieron la restitución. Pero aún faltaban datos por desentrañar. Se hicieron cuatro preguntas: ¿cuándo ocurrió?, ¿cuántas personas eran?, ¿por qué terminaron así? ¿quiénes eran? Si bien aún están pendientes análisis genéticos y estudios paleoparasitológicos, el equipo puede darse una idea de lo que pasó.

“Encontramos dos tipos de entierros: uno que se lo conoce como secundario, que son conjuntos de huesos sueltos, desagregados. Es decir, hago un pozo para meter un cuerpo y me encuentro con otros restos que ya estaban enterrados debajo. Esos restos los iban dejando a un costado e iban ingresando los nuevos cuerpos. Así contabilizamos al menos 17 personas –explica Giannotti–. Ahora bien, los entierros primarios que son los que están más articulados, los últimos que ingresaron a esta fosa, quedaron más completos. Fueron por lo menos 13 que fueron inhumados en un mismo evento”.

“Nos damos cuenta porque estaban apilados unos encima de otros y no tenían la clásica posición boca arriba de los cuerpos, donde se le acomodan las manos o los pies, o tienen tratamientos especiales… más bien daba la sensación de que habían sido arrojados. Imágenes muy parecidas a las que tenemos de la última dictadura cívico militar o de la guerra civil española”.

La gran mayoría eran niños y mujeres, entre los 20 y 35 años. En diálogo con las comunidades, en un principio se plantearon dos hipótesis: o un proceso epidémico abrupto o bien, fueron resultado de una gran violencia.

“Sobre el análisis de los restos hemos detectado que gran parte de los 13 individuos mostraban marcas cortopunzantes, lesiones perimortem, es decir en torno a la muerte, en la zona de la pelvis, en el cráneo”, precisa el bioarqueólogo. Ahí comenzó a jugar la investigación histórica y documental. Para ello fue clave el rol del Museo de Rivadavia. Su director, el historiador Gustavo Parisi, aportó que la zona del hallazgo está muy cerca de dos localidades: Reducción, que debe su nombre a que allí los españoles tenían indígenas en encomienda y, cruzando el Río Tunuyán, está La Libertad, por aquellos que lograban escapar hacia el sur: «se consideraban que pasando el río habían ganado ser libres”. Los estudios pendientes confirmarían esta principal hipótesis de la matanza. Y también darían más datos sobre quienes eran las víctimas.

Una alianza con las comunidades y el objetivo de restituir los restos

Este tipo de hallazgos tienen la particularidad de tener elementos arqueológicos de importancia para el equipo científico, pero a su vez que  para las comunidades indígenas son sagrados. “Sabemos que cargamos con una historia negra como comunidad científica, tanto la arqueología como la antropología. Entonces, por lo menos nuestra mirada con Daniela y el director de Patrimonio de Mendoza, que es arqueólogo, no es desatender los reclamos de las comunidades y tomarlos seriamente, ponerlos en agenda y trabajar en esa dirección”, explica Pablo Giannotti, quien se refiere al pedido de restitución de los restos y a la necesidad de las comunidades de conocer cada detalle de los procedimientos. 

“Tenemos una alianza estratégica y hay un trabajo consensuado. Las comunidades dan su opinión que es la que dirige o marca los tiempos de este proceso de investigación. Tratando siempre de respetar las leyes y los reclamos de las propias comunidades. Ahora, la Municipalidad de Rivadavia ofreció unos terrenos muy próximos al lugar donde fueron hallados para que puedan ser restituidos. Sería excelente porque el pedido de la comunidad es que vuelvan a la tierra, en una zona próxima donde fueron hallados. Lamentablemente no se pueden volver a enterrar en el patio de la casa del vecino. La última palabra la tienen las comunidades”, concluye.