La vigencia de Alfredo Zitarrosa, a veinte años de su muerte
Recuerdo pa'l guitarrista uruguayo que se fue
Con semblante recio, voz grave, canciones notables y sus conjuntos de guitarras, el uruguayo definió una obra conmovedora. Murió el 17 de enero de 1989.
Recuerdo pa'l guitarrista uruguayo que se fue
Con semblante recio, voz grave, canciones notables y sus conjuntos de guitarras, el uruguayo definió una obra conmovedora. Murió el 17 de enero de 1989.
En la vida de Alfredo Zitarrosa hay un momento de quiebre: son los años de exilio en España. A fines de la década del 70, golpeado por su ausencia obligada de Uruguay, poco productivo en términos de discos, agobiado, escribe una de sus obras maestras: el poema por milonga Guitarra negra. En ese extenso tema, recita: "Siento que hay un sitio para mí en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que defraudo una espera".A exactos veinte años de su muerte, esas palabras adquieren una curiosa resignificación, como si el paso del tiempo las hubiera colocado en un lugar todavía más nítido. Hoy, sus canciones se escuchan con una lozanía impactante: en Uruguay siguen irradiando un respeto que se mezcla con veneración y son versionadas por cantantes de distintos ritmos, extracciones y países, como Alfredo Piro, Soledad Villamil, Jorge Drexler, Soledad Pastorutti, Soledad Bravo y Mercedes Sosa. Otros directamente le rinden homenajes explícitos: un arco que va del pulso electrónico de Bajofondo (en el tema Zitarrosa) a la poesía urbana de su ex guitarrista Alejandro del Prado (Zitarroseando). Aunque sería imposible hablar de continuadores –cualquier intento caería irremediablemente en la imitación–, su obra se debate entre la vigencia de las canciones y el bronce de su figura. Comparado a veces con otros grandes de la canción –en más de una oportunidad se lo catalogó como el "Yupanqui uruguayo"–, su estilo, sin embargo, se desmarca de cualquier otro. Creó, básicamente, una obra clave y a la vez única para entender el folclore latinoamericano y consiguió algo bastante inusual: le escribió a la condición humana sin caer en el trazo grueso de la canción panfletaria, tan en boga durante su trayectoria.Nacido el 10 de marzo de 1936 en Montevideo, fue anotado como Alfredo Iribarne, el apellido de su madre, que muy pronto lo dio en adopción. Ella sería una presencia inconstante en su vida y él finalmente cambiaría su apellido por el de Zitarrosa. Su infancia estuvo tan marcada por estas tensiones como por las penurias económicas, que moldearon su carácter reservado y cambiante, y una militancia a fondo. También la mudanza al pueblo uruguayo de Santiago Vázquez sería determinante en su repertorio campero y la geografía mítica de algunas de sus canciones. De todas formas, la carrera de Zitarrosa es curiosa: no es la clásica trayectoria de un hombre signado por el canto desde siempre. De joven ejerció la locución radial, llegó a presentar desde el micrófono de Radio El Espectador a glorias como Edmundo Rivero y Julio Sosa, y la combinó con otras disciplinas como la poesía –ganó el Premio Municipal de Poesía Inédita en 1959–, el periodismo y, fugazmente, el teatro.La música profesional llegaría más tarde, de casualidad o en todo caso como la lógica suma de todas sus pasiones. En su exhaustiva biografía Cantares del alma, el periodista Guillermo Pellegrino recoge un testimonio revelador del cantor uruguayo: "Yo quería ser escritor cuando me agarró el canto popular y el éxito destruyó mi primera ilusión. Más que el éxito, fue que yo veía dinero que nunca había visto porque fui pobre, me faltaron muchas cosas".Si bien su debut profesional se produjo tardíamente en Perú cuando tenía 27 años y en su primera grabación ya rozaba los 30, a partir de ese momento todo se desencadenó con una velocidad implacable. El segundo lustro de la década del sesenta fue pródigo para el cantor: grabó prácticamente un long play por año, compuso "Si te vas", "Milonga para una niña", "Zamba por vos", "Pa'l que se va" y "El violín de Becho", que fueron rápidamente aceptadas por el público uruguayo, mientras que en la Argentina aterrizó en el Festival de Cosquín de 1966. Allí compartió escenario con Mercedes Sosa, Cafrune y Guarany. Un uruguayo que se codeaba con la primera plana del boom folclórico sesentista. En sus inicios ya estaba definida su personalidad artística: el apego al conjunto de guitarras –todo un género en sí mismo–, una voz grave y seca, un repertorio más cerca del campo que de la ciudad, nutrido de milongas, chamarritas y zambas, aunque mechado con algún tango. Y también los cruces que lo hacen único: su presencia recia y antigua, el traje oscuro, el pelo engominado, el cigarrillo infaltable, su rostro aniñado, su pluma aristocrática, pero con gancho popular, y un universo que sobrepasa a las letras sociales y se extiende a las canciones de amores contrariados, paisajísticas o costumbristas. En algunos casos, estas temáticas dialogan y se enriquecen en la misma obra. Sumado a estos rasgos, está su propia personalidad. Quienes lo trataron lo recuerdan como un hombre enigmático, con actitudes imprevisibles, severamente autocrítico, aunque al mismo tiempo de gran solidaridad y cierta dulzura siempre distante. Una anécdota lo pinta de cuerpo entero: en 1968 tuvo un restaurante llamado La Claraboya Amarilla, donde él mismo instigó a sus empleados a que hicieran huelga en reclamo de sus derechos, para desconcierto de sus propios socios. Lógicamente, el local no duró mucho. Los años setenta fueron especialmente duros. En pleno fervor del canto popular uruguayo, sus convicciones se convirtieron en militancia (también se afiliaría al Partido Comunista), que terminó en persecución. Sufrió la prohibición para tocar –primero parcial y luego total– y sus canciones no eran difundidas. En este contexto, escribió "Adagio en mi país", mezcla de desazón y esperanza. Tuvo que radicarse en Buenos Aires y luego en Madrid, donde roció su depresión con litros de alcohol y más tarde con fuertes migrañas. En el D.F. mexicano completó el doloroso tramo del exilio.Si en la década del setenta todo fue cuesta abajo, los años siguientes fueron sinónimo de regreso completo. Primero en Buenos Aires en 1983 con tres conciertos en Obras, atiborrado de argentinos y uruguayos que vienen especialmente para los shows. Pocos meses después es recibido en Montevideo como un héroe nacional.Lector voraz, apasionado por los autos y los animales, los boliches y la poesía, padre de dos niñas, en esa época ya estaba condensado lo más profundo de su obra: "Candombe del olvido", "El loco Antonio" y "Stefanie". Murió el 17 de enero de 1989, a los 52 años, a causa de una peritonitis. Poco tiempo antes, había logrado vencer su feroz autocrítica para concretar el viejo anhelo juvenil y escribió su único libro de cuentos, con un título también sugestivo: Por si el recuerdo.OPINIÓNDiálogo entre el portero y el cantorEduardo Galeano (68 años, escritor y periodista)Juceca acompañó a Alfredo, para que no se perdiera en el viaje al alto cielo. Y al regreso, contó:Alfredo golpeó, toc toc, y esperó. Al rato apareció, mal dormido, san Pedro. Desenfundó un formulario, sacó punta al lápiz y preguntó nombre, dirección, fecha del deceso y cosas así. Y preguntó por el oficio, usted de qué trabajaba en el mundo, y Alfredo contestó:–Cantor.Cantor de qué, exigió saber el portero del Paraíso.–Milongas –dijo Alfredo.–Y eso qué es, insistió san Pedro.Y Alfredo cantó.Una milonga, dos, tres. Y san Pedro exigía más, otra, otra, y aplaudía, sacudiendo el llavero, y Alfredo meta cantar y cantar sin poder callarse. Y Dios, que andaba por ahí pastoreando nubes, se detuvo y paró la oreja.Y ésa fue la única vez que Dios no supo quién era Dios.
(Fuente:Rdendh)
No hay comentarios:
Publicar un comentario