LEJOS DE LA HISTORIA LA AGONÍA DE SANGUINETTI
Elaborado más como un insumo para la campaña electoral que se avecina que como una reflexión histórica rigurosa sobre el proceso que desembocó en la dictadura militar, La agonía de la democracia, el reciente libro de Julio María Sanguinetti, incluye dos novedades puntuales.
La primera, referida a los posibles motivos del asesinato del coronel Ramón Trabal en París, en diciembre de 1974. Jefe de la inteligencia militar, Trabal debió aceptar su traslado a Londres y París como agregado militar después de que sus colegas bloquearon su ascenso a general a fines de 1973, cuando la derrota de la "subversión", la disolución del Parlamento y la proscripción de los partidos políticos dio paso a la lucha intestina entre las fracciones golpistas de las Fuerzas Armadas.
Que la orden de ejecución surgió de las cúpulas militares -un operativo que incluyó el asesinato de cinco tupamaros presos, cuyos cuerpos acribillados fueron arrojados en las cunetas a la entrada de Soca para sugerir una "represalia" y atribuir el hecho al MLN- es una convicción que incluso comparte Sanguinetti. Pero en el libro el ex presidente hoy senador sugiere que la sentencia de muerte de Trabal fue un ajuste de cuentas tardío de militares de filiación blanca, "Vadora, Ramírez, Ballestrino, Morales, Núñez, Espalza y los hermanos Artigas y Gregorio Álvarez ", que participaron de una cena conspiran va en junio de 1969, conocida como "la buseca", reunión "emblemática de los primeros intentos de configuración de lo que más tarde será el núcleo golpista de 1973".
Como coordinador ejecutivo del Ministerio del Interior, Trabal dirigió el operativo de vigilancia en la residencia de Vadora en Punta Gorda, y para Sanguinetti "este episodio le significará a Trabal una permanente actitud de sospecha de algunos generales que incluso le harán pagar cara esa desconfianza cuando lo destinen a París, donde será asesinado". La otra novedad adquiere carácter de primicia: el 20 de abril de 1972, cuatro días después de la masacre de comunistas en el Seccional 20 de Paso Molino, un comando de la Armada mata a dos soldados del Ejército que custodiaban al comandante del Ejército, general Florencio Gravina. Lo cuenta así: "Las operaciones militares y policiales no están bien coordinadas (...). En pleno día ocurre una insólita actuación en el domicilio del comandante del Ejército. Una patrulla de la Armada, que allana una casa vecina, advierte la presencia de dos hombres armados en el techo de la finca contigua y los mata, sin advertir que se trata de sol dados vestidos de particular que custodiaban el domicilio del comandante. Los marinos rodean el inmueble, copan incluso una escuela en la que las maestras deben ordenar a los escolares que se arrojen al suelo, y el mismísimo comandante en jefe, en persona, termina dentro de un cuarto de baño de su casa, con una granada en la mano gritando inútilmente el cese del fuego. El episodio no se da a conocer públicamente, pero es inocultable testimonio del clima que se vive ". Por una vez, Sanguinetti no menciona ni los nombres de los soldados muertos, ni su edad, ni su condición humilde, como lo hace invariablemente cuando menciona a militares y policías abatidos, incluso cuando consigna la "juventud y modestia " del policía que mató a Líber Arce en agosto de 1968 en medio de una "asonada estudiantil" que convirtió a víctima y victimario en "juguetes del destino ". El modesto policía -dice- "naturalmente fue procesado(.. .).A partir de ese momento el movimiento estudiantil -y la oposición toda- tienen su mártir".
Salvo las dos novedades anotadas, el texto de 376 páginas despliega un recuento de las acciones tupamaras entre 1963 y 1972 a los solos efectos de "demostrar" que la guerrilla fue responsable de la arremetida militar contra las instituciones. Como el golpe se produce después de que la guerrilla fuera derrotada militarmente, y como la represión militar se desencadena y se desarrolla según las directivas expresas del poder civil (la Presidencia y el Parlamento), Sanguinetti hace interactuar a los dos demonios (la teoría que ubica a los sectores civiles de poder como espectadores en el ping-pong sangriento de guerrilleros y militares) en dos planos temporales: "Si el radicalismo de izquierda ha llevado al país a una guerra, el de la derecha procura arrastrar al Ejército al golpe de Estado ".
¿Dónde ubica a la derecha radical? En el Herrerismo; el Partido Colorado, que sustentó el autoritarismo de Jorge Pacheco Areco y la escalada de Bordaberry hasta que firmó el decreto de disolución (porque "el Parlamento (que) no dejaba gobernar, se colocó fuera de las instituciones "), se atuvo a los términos de la Constitución, en la visión de Sanguinetti: "En los últimos tiempos se ha pretendido desarrollar un particular concepto de autoritarismo previo al golpe de Estado, en la presidencia de Pacheco, asociando subliminalmente ese concepto a la idea de dictadura (...). Podrá discutirse si cada medida fue adecuada o excesiva, pero no se puede ignorar que las autoridades democráticas, por definición, deben enfrentar cualquier fenómeno que altere el orden público ".
Hay, pues, dos hercúleas tareas en el contenido de La agonía de una democracia: demostrar que el Partido Colorado, entre 1967 y 1972, se limitó a "afirmar la autoridad del Estado"; y demostrar que un sector de la izquierda se precipitó en la violencia, tanto callejera como armada, porque sí. En el intento, Sanguinetti abusa de las tergiversaciones y las manipulaciones de datos. El concepto de "dictadura legal" de Pacheco no fue acuñado "en los últimos tiempos": basta con leer Marcha (una fuente a la que Sanguinetti recurre cuando le conviene) para registrar la acusación, desde los editoriales de Quijano ("Nunca las medidas prontas de seguridad han puesto en mayor peligro la estructura constitucional del país y la libertad de los ciudadanos. La escalada, de continuar, lleva a la dictadura, y la violencia engendra violencia", 5 de julio de 1968), hasta las caricaturas de Peloduro.
Y en la recopilación de documentación, "olvidó" consignar las afirmaciones de Amílcar Vasconcellos a propósito de la defensa que hacía Acción (diario del cual Sanguinetti fue editorialista hasta su cierre en 1973) del criterio de Pacheco en la aplicación de las medidas prontas de seguridad: "La doctrina que enuncia Acción es una doctrina que lleva a la dictadura y quienes la enuncian saben que es así. Los hechos que se están procesando llevan al quebrantamiento cada vez mayor del orden institucional y legal y a la limitación mayor de las libertades ciudadanas, y quienes lo están empujando lo saben " (citado por Hugo Cores en "El 68 uruguayo").
En el esquema del ex presidente es imprescindible ubicar el comienzo, dónde está el huevo y dónde la gallina. Los dos primeros gobiernos blancos del siglo pasado, pero en particular el segundo (1963-1967), empollaron, al calor de un colegiado "somnoliento" e "inoperante ", la "violencia latente " de la que fue expresión el robo de armas de El Tiro Suizo. Aquellas carabinas oxidadas tuvieron mayor significación que la muerte del profesor Arbelio Ramírez, que recibió el balazo seguramente destinado al Che Guevara, de mano de "un grupo de derecha nunca identificado". Salvo ésta, insoslayable, no hay referencias a la violencia de la derecha, que apalea estudiantes, dibuja en la piel cruces esvásticas a punta de cuchillo, asalta la Universidad y patotea en los liceos. Hay una incapacidad de los gobiernos, blancos y colorados, para identificar a los fascistas, pero esa incapacidad no interpela a Sanguinetti, un actor principal de ese período, como diputado, ministro, y dirigente de la l ista 15.
En cambio, se demora en la "virulencia" de los estudiantes, los sindicatos y los grupos de izquierda. ¿Qué engendra esa virulencia? Al pasar anota "la crisis que se insinúa" y que provoca "incertidumbre". Pero la causa de la violencia está puntualmente identificada: "En el principio fue Cuba ", escribe con tono bíblico. Y después: "El proceso de radicalización ideológica, comenzado en los medios intelectuales, invade también el sindicalismo, insuflado del espíritu de la revolución cubana"; "Una embriaguez revolucionaria envuelve a esa muchachada, que sueña con Fidel y el Che Guevara"; "Todo transita por la emoción cubana y la revolución marxista".
La emoción es justificación suficiente para militarizar a 5 mil empleados bancarios, o apalear a los obreros de los frigoríficos en el Pantanoso o para responder a las piedras de los estudiantes con los gases lacrimógenos "que llegan para quedarse" y las escopetas antimotines "que recién se estrenaban". La embriaguez revolucionaria, más que por las devaluaciones de la moneda, la inflación galopante, los efectos de una política fondomonetarista, la bancarrota financiera, se explica por el mayo francés, "revuelta parisina que alcanza el valor de lo simbólico ", y más profundamente aun, por "la revolución en los hábitos de comportamiento de la juventud", a saber: "la píldora anticonceptiva, los festivales de rock, el mundo pop y hasta una nueva estética en la vestimenta".
Con ese armamento ideológico, "encandilados por la revolución cubana", los estudiantes se lanzan a la revuelta, manijeados por "un profesorado radicalizado", así de lineal es la insania colectiva. Los "excesos" de Pacheco Areco se justifican en la necesidad de sostener "la autoridad"; las medidas prontas de seguridad, reimplantadas inmediatamente cada vez que el Parlamento las levantaba son, para Sanguinetti, un recurso constitucional, y no encuentra en una forma de gobernar que apela exclusivamente a la represión y a la limitación de las libertades, ninguna responsabilidad. La generalización de la tortura, antes de la irrupción de los militares a fines de 1971, es culpa de la justicia, que no habilitó el uso del pentotal para interrogar a los detenidos. La "absurda prohibición", dice, "alentó los excesos".
En esa línea argumental Sanguinetti manipula algunos hechos: la clausura de Extra se justifica porque el diario de Federico Fasano era "vocero de la acción subversiva ". Atribuye a los tupamaros la intención de combatir la represión militar antes de que los militares irrumpieran a fines de 1971, cuando expresamente la estrategia de la guerrilla fue la de "desmoralizar" a los aparatos militarizados de la Policía. Identifica a los legisladores del Frente Amplio como impulsando la propuesta de provocar la renuncia de Bordaberry en 1972 y llamar a elecciones generales, cuando el propio general Seregni rechazó la idea por inconstitucional, en la medida en que debía respetarse, si se producía la renuncia, la asunción del vicepresidente Sapelli.
Acusa a la izquierda de instalar una perversa identificación entre empresariado y corrupción, generalizando episodios puntuales (el escándalo del Banco Transatlántico, el vaciamiento del Mercantil por los Peirano, o la ilegalidad de las "colaterales" que quedaron en evidencia en el episodio de la financiera Monty). Atribuye a los tupamaros una dependencia de Cuba, en entrenamiento y armamento, cuando expresamente el MLN reivindicó su independencia. Habla de "la propia libertad de la elección" (de noviembre de 1971) que desmiente la "aureola dictatorial" del gobierno pachequista, olvidando que toda la campaña electoral transcurrió bajo medidas prontas de seguridad.
Y lo más revelador: el asesinato del agente Ildefonso Kaulaskas, que apareció en el Cerro, recostado contra un árbol con dos balazos en la nuca, es atribuida por Sanguinetti a una "venganza" de los tupamaros, cuya razón no explica. "Al día siguiente viene la respuesta: Manuel Ramos Filippini (...) aparece acribillado a balazos en las rocas vecinas al parador Kibón, en la playa de Pocitos (...). Tampoco hay duda de que estamos ante una venganza, en el caso practicada por algún grupo clandestino, presumiblemente de origen policial". La fuente es el libro Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental, que lo induce a cometer otras inexactitudes. En este caso, los tupamaros siempre deslindaron su responsabilidad, de modo que, dado que Kaulaskas cubría servicios de guardia externa en la cárcel de mujeres, de donde se evadieron 38 presas, presumiblemente fue ajusticiado por el mismo "grupo clandestino de origen policial".
En varias ocasiones Sanguinetti recurre a la tercera persona del singular y se refiere a sí mismo como "el autor". Invariablemente utiliza el recurso para referir hechos y anécdotas de las que fue protagonista o testigo directo. Es evidente que, como ministro y/o dirigente de Unidad y Reforma, Sanguinetti tuvo acceso a información de primera mano y participación en episodios clave en el último año de Pacheco y en el primero de Bordaberry, incluso después de alejarse del gobierno tras la detención de Jorge Batlle. Así, en carácter de consejero político o de ministro, es poseedor de información privilegiada. Sin embargo, en todo lo que se refiere a la existencia del Escuadrón de la Muerte, Sanguinetti no oye nada, no dice nada, no sabe nada. Para él, el Escuadrón es un grupo pequeño e inarticulado, acaso con vinculaciones policiales nunca probadas.
Los más de 200 atentados de derecha cometidos durante 1971, en plena campaña electoral y hasta marzo de 1972, nunca fueron comentados en el núcleo reducido al que él tenía acceso, y nunca fue debatida la incapacidad del gobierno para investigar esos hechos. Sanguinetti nunca oyó al brigadier Danilo Sena, ministro del Interior, admitir el vínculo oficial con el Escuadrón; nunca se enteró de la preocupación del embajador estadounidense Charles Adair, que sí conocía esa confesión. Y cuando recibió de manos del senador Juan Pablo Terra el informe detallado sobre los integrantes de ese comando parapolicial y paramilitar (casi todos colorados), se limitó a trasladarlo a la Presidencia; no fue su responsabilidad si en lugar de investigar, Bordaberry resolvió sacarlos del país o esconderlos en el Interior.
Esa amnesia es una de las debilidades de La agonía de una democracia. Pero no importa, porque esas debilidades, y la manera tan particular de escribir la historia, no hacen al objeto del libro: instalar la subversión tupamara como eje del debate electoral. Samuel Blixen (Brecha)
(Fuente:Rdendh).
Que la orden de ejecución surgió de las cúpulas militares -un operativo que incluyó el asesinato de cinco tupamaros presos, cuyos cuerpos acribillados fueron arrojados en las cunetas a la entrada de Soca para sugerir una "represalia" y atribuir el hecho al MLN- es una convicción que incluso comparte Sanguinetti. Pero en el libro el ex presidente hoy senador sugiere que la sentencia de muerte de Trabal fue un ajuste de cuentas tardío de militares de filiación blanca, "Vadora, Ramírez, Ballestrino, Morales, Núñez, Espalza y los hermanos Artigas y Gregorio Álvarez ", que participaron de una cena conspiran va en junio de 1969, conocida como "la buseca", reunión "emblemática de los primeros intentos de configuración de lo que más tarde será el núcleo golpista de 1973".
Como coordinador ejecutivo del Ministerio del Interior, Trabal dirigió el operativo de vigilancia en la residencia de Vadora en Punta Gorda, y para Sanguinetti "este episodio le significará a Trabal una permanente actitud de sospecha de algunos generales que incluso le harán pagar cara esa desconfianza cuando lo destinen a París, donde será asesinado". La otra novedad adquiere carácter de primicia: el 20 de abril de 1972, cuatro días después de la masacre de comunistas en el Seccional 20 de Paso Molino, un comando de la Armada mata a dos soldados del Ejército que custodiaban al comandante del Ejército, general Florencio Gravina. Lo cuenta así: "Las operaciones militares y policiales no están bien coordinadas (...). En pleno día ocurre una insólita actuación en el domicilio del comandante del Ejército. Una patrulla de la Armada, que allana una casa vecina, advierte la presencia de dos hombres armados en el techo de la finca contigua y los mata, sin advertir que se trata de sol dados vestidos de particular que custodiaban el domicilio del comandante. Los marinos rodean el inmueble, copan incluso una escuela en la que las maestras deben ordenar a los escolares que se arrojen al suelo, y el mismísimo comandante en jefe, en persona, termina dentro de un cuarto de baño de su casa, con una granada en la mano gritando inútilmente el cese del fuego. El episodio no se da a conocer públicamente, pero es inocultable testimonio del clima que se vive ". Por una vez, Sanguinetti no menciona ni los nombres de los soldados muertos, ni su edad, ni su condición humilde, como lo hace invariablemente cuando menciona a militares y policías abatidos, incluso cuando consigna la "juventud y modestia " del policía que mató a Líber Arce en agosto de 1968 en medio de una "asonada estudiantil" que convirtió a víctima y victimario en "juguetes del destino ". El modesto policía -dice- "naturalmente fue procesado(.. .).A partir de ese momento el movimiento estudiantil -y la oposición toda- tienen su mártir".
Salvo las dos novedades anotadas, el texto de 376 páginas despliega un recuento de las acciones tupamaras entre 1963 y 1972 a los solos efectos de "demostrar" que la guerrilla fue responsable de la arremetida militar contra las instituciones. Como el golpe se produce después de que la guerrilla fuera derrotada militarmente, y como la represión militar se desencadena y se desarrolla según las directivas expresas del poder civil (la Presidencia y el Parlamento), Sanguinetti hace interactuar a los dos demonios (la teoría que ubica a los sectores civiles de poder como espectadores en el ping-pong sangriento de guerrilleros y militares) en dos planos temporales: "Si el radicalismo de izquierda ha llevado al país a una guerra, el de la derecha procura arrastrar al Ejército al golpe de Estado ".
¿Dónde ubica a la derecha radical? En el Herrerismo; el Partido Colorado, que sustentó el autoritarismo de Jorge Pacheco Areco y la escalada de Bordaberry hasta que firmó el decreto de disolución (porque "el Parlamento (que) no dejaba gobernar, se colocó fuera de las instituciones "), se atuvo a los términos de la Constitución, en la visión de Sanguinetti: "En los últimos tiempos se ha pretendido desarrollar un particular concepto de autoritarismo previo al golpe de Estado, en la presidencia de Pacheco, asociando subliminalmente ese concepto a la idea de dictadura (...). Podrá discutirse si cada medida fue adecuada o excesiva, pero no se puede ignorar que las autoridades democráticas, por definición, deben enfrentar cualquier fenómeno que altere el orden público ".
Hay, pues, dos hercúleas tareas en el contenido de La agonía de una democracia: demostrar que el Partido Colorado, entre 1967 y 1972, se limitó a "afirmar la autoridad del Estado"; y demostrar que un sector de la izquierda se precipitó en la violencia, tanto callejera como armada, porque sí. En el intento, Sanguinetti abusa de las tergiversaciones y las manipulaciones de datos. El concepto de "dictadura legal" de Pacheco no fue acuñado "en los últimos tiempos": basta con leer Marcha (una fuente a la que Sanguinetti recurre cuando le conviene) para registrar la acusación, desde los editoriales de Quijano ("Nunca las medidas prontas de seguridad han puesto en mayor peligro la estructura constitucional del país y la libertad de los ciudadanos. La escalada, de continuar, lleva a la dictadura, y la violencia engendra violencia", 5 de julio de 1968), hasta las caricaturas de Peloduro.
Y en la recopilación de documentación, "olvidó" consignar las afirmaciones de Amílcar Vasconcellos a propósito de la defensa que hacía Acción (diario del cual Sanguinetti fue editorialista hasta su cierre en 1973) del criterio de Pacheco en la aplicación de las medidas prontas de seguridad: "La doctrina que enuncia Acción es una doctrina que lleva a la dictadura y quienes la enuncian saben que es así. Los hechos que se están procesando llevan al quebrantamiento cada vez mayor del orden institucional y legal y a la limitación mayor de las libertades ciudadanas, y quienes lo están empujando lo saben " (citado por Hugo Cores en "El 68 uruguayo").
En el esquema del ex presidente es imprescindible ubicar el comienzo, dónde está el huevo y dónde la gallina. Los dos primeros gobiernos blancos del siglo pasado, pero en particular el segundo (1963-1967), empollaron, al calor de un colegiado "somnoliento" e "inoperante ", la "violencia latente " de la que fue expresión el robo de armas de El Tiro Suizo. Aquellas carabinas oxidadas tuvieron mayor significación que la muerte del profesor Arbelio Ramírez, que recibió el balazo seguramente destinado al Che Guevara, de mano de "un grupo de derecha nunca identificado". Salvo ésta, insoslayable, no hay referencias a la violencia de la derecha, que apalea estudiantes, dibuja en la piel cruces esvásticas a punta de cuchillo, asalta la Universidad y patotea en los liceos. Hay una incapacidad de los gobiernos, blancos y colorados, para identificar a los fascistas, pero esa incapacidad no interpela a Sanguinetti, un actor principal de ese período, como diputado, ministro, y dirigente de la l ista 15.
En cambio, se demora en la "virulencia" de los estudiantes, los sindicatos y los grupos de izquierda. ¿Qué engendra esa virulencia? Al pasar anota "la crisis que se insinúa" y que provoca "incertidumbre". Pero la causa de la violencia está puntualmente identificada: "En el principio fue Cuba ", escribe con tono bíblico. Y después: "El proceso de radicalización ideológica, comenzado en los medios intelectuales, invade también el sindicalismo, insuflado del espíritu de la revolución cubana"; "Una embriaguez revolucionaria envuelve a esa muchachada, que sueña con Fidel y el Che Guevara"; "Todo transita por la emoción cubana y la revolución marxista".
La emoción es justificación suficiente para militarizar a 5 mil empleados bancarios, o apalear a los obreros de los frigoríficos en el Pantanoso o para responder a las piedras de los estudiantes con los gases lacrimógenos "que llegan para quedarse" y las escopetas antimotines "que recién se estrenaban". La embriaguez revolucionaria, más que por las devaluaciones de la moneda, la inflación galopante, los efectos de una política fondomonetarista, la bancarrota financiera, se explica por el mayo francés, "revuelta parisina que alcanza el valor de lo simbólico ", y más profundamente aun, por "la revolución en los hábitos de comportamiento de la juventud", a saber: "la píldora anticonceptiva, los festivales de rock, el mundo pop y hasta una nueva estética en la vestimenta".
Con ese armamento ideológico, "encandilados por la revolución cubana", los estudiantes se lanzan a la revuelta, manijeados por "un profesorado radicalizado", así de lineal es la insania colectiva. Los "excesos" de Pacheco Areco se justifican en la necesidad de sostener "la autoridad"; las medidas prontas de seguridad, reimplantadas inmediatamente cada vez que el Parlamento las levantaba son, para Sanguinetti, un recurso constitucional, y no encuentra en una forma de gobernar que apela exclusivamente a la represión y a la limitación de las libertades, ninguna responsabilidad. La generalización de la tortura, antes de la irrupción de los militares a fines de 1971, es culpa de la justicia, que no habilitó el uso del pentotal para interrogar a los detenidos. La "absurda prohibición", dice, "alentó los excesos".
En esa línea argumental Sanguinetti manipula algunos hechos: la clausura de Extra se justifica porque el diario de Federico Fasano era "vocero de la acción subversiva ". Atribuye a los tupamaros la intención de combatir la represión militar antes de que los militares irrumpieran a fines de 1971, cuando expresamente la estrategia de la guerrilla fue la de "desmoralizar" a los aparatos militarizados de la Policía. Identifica a los legisladores del Frente Amplio como impulsando la propuesta de provocar la renuncia de Bordaberry en 1972 y llamar a elecciones generales, cuando el propio general Seregni rechazó la idea por inconstitucional, en la medida en que debía respetarse, si se producía la renuncia, la asunción del vicepresidente Sapelli.
Acusa a la izquierda de instalar una perversa identificación entre empresariado y corrupción, generalizando episodios puntuales (el escándalo del Banco Transatlántico, el vaciamiento del Mercantil por los Peirano, o la ilegalidad de las "colaterales" que quedaron en evidencia en el episodio de la financiera Monty). Atribuye a los tupamaros una dependencia de Cuba, en entrenamiento y armamento, cuando expresamente el MLN reivindicó su independencia. Habla de "la propia libertad de la elección" (de noviembre de 1971) que desmiente la "aureola dictatorial" del gobierno pachequista, olvidando que toda la campaña electoral transcurrió bajo medidas prontas de seguridad.
Y lo más revelador: el asesinato del agente Ildefonso Kaulaskas, que apareció en el Cerro, recostado contra un árbol con dos balazos en la nuca, es atribuida por Sanguinetti a una "venganza" de los tupamaros, cuya razón no explica. "Al día siguiente viene la respuesta: Manuel Ramos Filippini (...) aparece acribillado a balazos en las rocas vecinas al parador Kibón, en la playa de Pocitos (...). Tampoco hay duda de que estamos ante una venganza, en el caso practicada por algún grupo clandestino, presumiblemente de origen policial". La fuente es el libro Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental, que lo induce a cometer otras inexactitudes. En este caso, los tupamaros siempre deslindaron su responsabilidad, de modo que, dado que Kaulaskas cubría servicios de guardia externa en la cárcel de mujeres, de donde se evadieron 38 presas, presumiblemente fue ajusticiado por el mismo "grupo clandestino de origen policial".
En varias ocasiones Sanguinetti recurre a la tercera persona del singular y se refiere a sí mismo como "el autor". Invariablemente utiliza el recurso para referir hechos y anécdotas de las que fue protagonista o testigo directo. Es evidente que, como ministro y/o dirigente de Unidad y Reforma, Sanguinetti tuvo acceso a información de primera mano y participación en episodios clave en el último año de Pacheco y en el primero de Bordaberry, incluso después de alejarse del gobierno tras la detención de Jorge Batlle. Así, en carácter de consejero político o de ministro, es poseedor de información privilegiada. Sin embargo, en todo lo que se refiere a la existencia del Escuadrón de la Muerte, Sanguinetti no oye nada, no dice nada, no sabe nada. Para él, el Escuadrón es un grupo pequeño e inarticulado, acaso con vinculaciones policiales nunca probadas.
Los más de 200 atentados de derecha cometidos durante 1971, en plena campaña electoral y hasta marzo de 1972, nunca fueron comentados en el núcleo reducido al que él tenía acceso, y nunca fue debatida la incapacidad del gobierno para investigar esos hechos. Sanguinetti nunca oyó al brigadier Danilo Sena, ministro del Interior, admitir el vínculo oficial con el Escuadrón; nunca se enteró de la preocupación del embajador estadounidense Charles Adair, que sí conocía esa confesión. Y cuando recibió de manos del senador Juan Pablo Terra el informe detallado sobre los integrantes de ese comando parapolicial y paramilitar (casi todos colorados), se limitó a trasladarlo a la Presidencia; no fue su responsabilidad si en lugar de investigar, Bordaberry resolvió sacarlos del país o esconderlos en el Interior.
Esa amnesia es una de las debilidades de La agonía de una democracia. Pero no importa, porque esas debilidades, y la manera tan particular de escribir la historia, no hacen al objeto del libro: instalar la subversión tupamara como eje del debate electoral. Samuel Blixen (Brecha)
(Fuente:Rdendh).
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