LOS SILENCIOS DE LA CIUDAD DONDE CRIARON A GUIDO MONTOYA CARLOTTO
Lo que escondía Olavarría
El caso del nieto 114 sacudió silencios y levantó el perfil de lo que eran rumores. El mes que viene comienza el juicio por los casos locales de lesa humanidad, lo que destapa complicidades y arreglos entre civiles y militares.
Por Ailín Bullentini
La casa de Carlos Aguilar, en cuyo campo vivían los peones que criaron al nieto de Estela de Carlotto.Imagen: Guadalupe Lombardo
“No, no, nada. Mejor no.” Palabras más, palabras menos, la idea de los habitantes de Olavarría es la misma cuando se los consulta sobre lo que ocurrió en la ciudad durante la última dictadura cívico-militar. No porque no hayan sabido de nada en aquellos tiempos ni sepan hoy el terror desatado entonces, sino porque “mejor no” hablar de eso, pese a “la pequeña revolución” desatada en el pueblo a partir de que Ignacio
Hurban confirmó que es también Guido Montoya Carlotto. “Ciudad milica”, “ciudad careta”, la definen desde diferentes esquinas antes de justificar el silencio que se tendió durante décadas sobre crímenes de lesa humanidad que “aquí sucedieron como en todo el país”. La tranquilidad de un silencio elegido tal vez más por comodidad que por ideología se rompió cuando el pueblo cementero se convirtió en el destino del bebé que le arrebataron a Laura Carlotto sólo unas horas después de su nacimiento, y entonces, algunas fichas ya no encajan.
“Dudas hay muchas y las hubo siempre, pero cuando sucede algo con un golpe de efecto tan importante como lo de Ignacio Guido se revive la cuestión, las consultas, los rumores”, advierte Carmelo Vinci, ex detenido desaparecido, víctima del centro clandestino local de Monte Peloni e integrante de la Comisión por la Memoria de la ciudad, depósito de sospechas, versiones sobre implicancias civiles y posibles casos similares a los del nieto de Carlotto.
La meca del cemento
El aire es espeso en Olavarría, un pueblo de calles anchas y prolijas, de techos bajos, verjas modestas y ritmo cansino. Despierta temprano y entonces es el género femenino el que gana las veredas, el silencio invade las siestas, cuando todo parece entrar en una pausa que dura hasta que el sol ya pega la vuelta. Entonces, son los hombres los que asoman a la vida en común: vuelta a la plaza central, café o vermú en las confiterías de moda, cena entre amigos después de “pasar la jornada laboral”. Se trata de una ciudad chica, pero quizá de las más imponentes de la zona céntrica del territorio bonaerense. Tal vez heredó la prepotencia de sus épocas doradas de canteras relucientes, cuando debido a la presencia de Loma Negra, Ladrillos Olavarría (Losa) y Fabi, fábricas ceramistas y relativos el municipio rozaba el pleno empleo. De aquello quedan sólo carteles y planteles reducidos.
Las cifras las ofrece Juan Weisz, cuyos viejos fueron desaparecidos y se crió en la ciudad de Ignacio Guido con sus padrinos: cerca de 2000 obreros vivían de esas fábricas, antes de que “la reestructuración industrial, la aplicación de la tecnología y el neoliberalismo redujera todo a cenizas”. La pujante Olavarría fue, suma Vinci, caldo de una militancia de base “interesante”. “Eramos peronistas y simpatizábamos con Montoneros”, avisa. Pero Olavarría también fue escenario militar. Es la ciudad base del área militar 124 y en donde hubo más desaparecidos de todo el centro bonaerense. Hasta ahora se contabilizan 28 olavarrienses víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico militar. Algunos de ellos pasaron por Monte Peloni, otros fueron a la localidad vecina de Las Flores. La Plata también fue destino.
“Durante aquella época mandaron a detener a laburantes que protestaban, que reclamaban. Incluso a algunos que no eran delegados ni nada. Llamó al Ejército para que interviniera en un conflicto que era chiquito, así que la fábrica fue cómplice.” Vinci se vale de ese episodio en Loma Negra, que tuvo a la dueña de la compañía Amalia Fortabat como protagonista ligada al Ejército, para generalizar la situación que se experimentó en las principales empresas durante el advenimiento del terrorismo de Estado. “La actitud de acudir al Ejército para marcar laburantes, advertirles del poder, limitar sus reclamos, fue común a otras empresas. En FABI gracias a la insistencia de un gerente que se creía dueño de la empresa, un grupo de trabajadores fueron detenidos y torturados en diferentes comisarías, a algunos los llevaron a Monte Peloni. En LOSA (Ladrillos Olavarría) pasó igual”, puntualiza. En Loma Negra, además, se debe recordar el asesinato del abogado laboralista Carlos Moreno.
Luego de permanecer un breve aunque indefinido tiempo secuestrado junto a sus padres, que pasaron por el Banco y El Olimpo y permanecen desaparecidos, Juan Weisz fue entregado a sus tíos maternos, que lo criaron en Olavarría. Allí, desde hace casi una década, coordina la Librería Insurgente. En realidad, la antigua “casa chorizo” que conserva originales las baldosas del pasillo de entrada y algunos detalles de hierro en su fachada y abraza exposiciones de artistas locales, ofrece una sala de teatro y un área de actividades recreativas para los olavarrienses más pequeños, dejó de ser una librería para convertirse en un espacio cultural: “Un lugar hecho por los trabajadores de la cultura para los trabajadores de la cultura”, presenta el joven, que reparte su militancia entre ese sitio y el Movimiento Antirrepresivo de Olavarría. Quizá por esa manera de entender la realidad, describe a su ciudad “de crianza” como un “lugar violento y de mucha impunidad” y se empecina en unir el hoy con ese ayer que la recuperación de la identidad de Ignacio Guido puso a flor de piel.
“Es violenta por la desigualdad en la que se vive, por la falta de laburo o el laburo precarizado: el destino de los jóvenes que buscan trabajo es el ser penitenciario, ser policía o ser obrero precarizado, la división de clase es hoy más descarnada que hace 40 años, la discriminación hacia los pibes de los barrios es muy fuerte, pero además, es una sociedad que se bancó mucha impunidad y esto tiene que tener un cierre”, considera, un hueco que comparten tanto los crímenes de la última dictadura como “los que todos los días cometen las fuerzas represivas acá”.
Para Weisz, tanto la noticia de Ignacio Guido como el juicio que comenzará en septiembre por los crímenes cometidos en Monte Peloni funcionarán como catalizador, junto con un proceso que él ubica a la par: el mismo día que arranca el juicio por el centro clandestino la Justicia comenzará a juzgar a cinco policías por torturar a un obrero, Diego González, en la comisaría de Olavarría. “Ambos juicios ayudarán a cicatrizar las heridas de impunidad que tiene la ciudad porque en ambos se darán a conocer historias que estaban tapadas. De un lado, nombres de militares y de integrantes de familias de bien que estuvieron involucrados en la dictadura, lo que es importante porque ¿qué hay si al lado nuestro hay otro u otra como Ignacio Guido? ¿Qué si hay otro como Aguilar?”, se pregunta y continúa: “Del otro, la historia de los que sufren a diario, que tenderán un puente entre la impunidad de ayer y la de hoy. Es necesario curar todo eso”.
La burguesía
“Son cajetillas, siempre quisieron volar más alto que el resto en esta ciudad”, coinciden dos hombres que disfrutan de la caída del sol en la plaza del pueblo, un pulmón de añejos árboles y algunos juegos infantiles que mira, como toda plaza citadina, a la catedral y a la municipalidad. Los hombres prefieren el anonimato como condición para hablar de la clase tradicional de la ciudad. Coinciden con otros testimonios recogidos allí en los integrantes de ese grupo selecto que no se modifica con el paso de los años: los Aguilar, los Mozotegui (apellido de la esposa del jinetero), los Fassina (primos de los Mozotegui). Los conocen, recitan de memoria sus relaciones filiatorias, señalan con los brazos extendidos y algunas directivas de giros y esquinas el domicilio de cada uno de sus integrantes, pero cuando se les consulta por la relación de estas personas, como el caso de Carlos Francisco “Pancho” Aguilar, con los militares, la certeza se esconde detrás de la prudencia, que no desaparece pese a la última exposición pública.
“A pesar de que vivimos en un clima de absoluta libertad, con condiciones de decir lo que uno quiera, la gente no quiere hablar de esos temas”, advierte Vinci quien, desde su lugar, ofrece algunos indicios para comprender quién se codeaba con quién en Olavarría, quién defendía a quién o quiénes no se soportaban. “Más que la parte industrial, era la burguesía la que tenía una relación más fluida con los militares locales. Porque Amalita volaba más alto, ella andaba en Buenos Aires. De hecho fueron apellidos reconocidos en la ciudad los que figuraron en aquella famosa solicitada en apoyo al coronel Ignacio Verdura, jefe de base militar y del centro clandestino de detención Monte Peloni, que circuló por todos los diarios”, recuerda el militante por los derechos humanos. “Los milicos eran la atracción preferida de la clase alta. En todas las fiestas estaban invitados, eran como soldaditos que se coleccionaban entre los contactos con valor”, confiesa un poblador nativo. Alcurnia y fajina se codeaban en el Casino de Oficiales que funcionaba frente a la Municipalidad y hoy descansa bajo el supermercado del pueblo, o el bar Cero Cero, establecido frente a la plaza principal del que Pancho Aguilar era férreo habitué. Allí, hoy funciona un restaurante que no corrió la misma suerte: los chalecos de polar “verdesoja”, las pañoletas camiseras y los pantalones elegante sport migraron para otros locales, como el exclusivo restaurante Torcuato, que funciona de la mañana a la noche a una cuadra de la plaza. El Club Estudiantes es el epicentro de reunión cajetilla que sobrevivió.
“Julio Pagano pertenecía a ese círculo selecto de amigos”, señala Vinci. El y su familia son los fundadores y aún dueños del diario local El Popular que “jugó con la dictadura”, más allá de la presencia de algún que otro periodista que se hacía cargo de manera personal de su apoyo a la represión, como Octavio Fisner Oliva, Ofo para los amigos; Verde Oliva para los enemigos. El opinólogo integró la redacción hasta entrada la década del ’90.
“Ahora empiezan a aparecer cosas y nos ponemos a atar cabos. Por ejemplo, un hombre que fue chofer de Verdura murió asfixiado con la novia adentro de su auto. La familia duda, pero ¿y? El no te metás pesa”, apunta Vinci. Algunos cabos, sin embargo, se atan solos: César Mozotegui, primo de la esposa de Aguilar, es uno de los testigos convocados por Omar “Pájaro” Ferreira, uno de los imputados, junto a Verdura y otros represores que actuaron en El Monte, como le dicen al centro clandestino los que llevan en la piel su paso por allí, por los crímenes allí cometidos.
Aguilar
“Dicen que era un borrachín, un vago, un canchero”, se escudan en el “dicen” algunos que probablemente hayan confirmado con ojos propios tales características del “jinete” Aguilar, que salvó su campo, aquel en el que trabajaron toda su vida los padres de crianza de Ignacio Guido Montoya Carlotto de la quiebra cuando descubrió que estaba sobre una cantera de piedra lista para explotar. “Un tipo con mucha suerte. Heredó todo del padre y se salvó sin laburar”, suman otros.
Por su ya conocida actividad con los caballos “entraba y salía del cuartel como si fuera a su casa”, confirma Vinci, lo que ya es información sabida por los medios durante la últimas semanas. Aguilar falleció en marzo pasado, pero su esposa continúa habitando la casa en la que la familia siempre vivió. Al timbre, no obstante, no responde. “La señora está enferma y los hijos –Jerónimo y Francisco– no quieren que hable con nadie”, confirmó a Página/12 la empleada que la cuida durante el día y que, por esta última semana funcionó de “filtro” de la prensa. La casona de los Aguilar, de paredes rosadas que el tiempo descascara sin pausa, baja algunos niveles a la familia de la alta alcurnia en la que los rumores pueblerinos la ubican.
Las organizaciones de derechos humanos avanzan en la reconstrucción de posibles líneas de hechos –ya sea la que trajo a Ignacio Guido a Olavarría como las que puedan nacer de otros probables casos – a medida que los datos van saliendo de las bocas de los vecinos, que suelen guardar como en cuevas. “La confirmación de que era Aguilar quien estaba sospechado de haber entregado a Ignacio Guido la tuvimos a la noche de aquel día en que todos nos enteramos de la recuperación, cuando estábamos festejando. Lo mismo sucedió con Salcerini (el esposo de la prima de Susana Mozotegui, la esposa de Aguilar): recién ahí, por datos que sabía uno u otro supimos de la relación familiar que unía a ambos, que Salcerini además tenía un cuñado que tenía contacto con La Plata. Son datos que aparecieron recién entonces, que deben ser probados”, reconoció Vinci.
¿Vínculos entre La Plata y Olavarría? De inmediato, el miembro de la Comisión por la Memoria local puede citar un dato que, por estos tiempos, basta para justificar sospechas. A José Alfredo Pareja, un militante local, lo secuestraron en Olavarría durante la persecución del golpe y, según testigos, luego de pasar por el cuartel de la ciudad, estuvo en La Cacha, centro clandestino de detención destino de Laura Carlotto. “Si existió el canal entre Olavarría y La Cacha de ida, también lo hubo de vuelta.” El eslabón que une ambos sitios es el perdido.
El integrante de la Comisión por la Memoria de Olavarría confirma que en el organismo han recibido datos sobre casos similares a los del nieto restituido 114 y sobre participación de personas en crímenes de lesa humanidad, y que esas consultas aumentaron tras el episodio de la restitución de la identidad al bebé que Laura Carlotto parió en cautiverio en junio de 1978.
EL CENTRO CLANDESTINO DE LA RUTA 276 ES HOY UN SITIO DE LA MEMORIA
El horror de Monte PeloniPor Ailín Bullentini
Imagen: Guadalupe Lombardo
Los pilares de Memoria, Verdad y Justicia sorprenden a los que pasan por la Ruta 276, que une a Olavarría con Mar del Plata o Tandil. Están a un costado del camino, a veinte kilómetros de la ciudad donde un matrimonio de peones crió al nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. Grises, como para no romper el paisaje de la zona cementera, gigantes, solitarios, indican que por el camino de tierra que ahí nace se llega a la casona de Monte Peloni, el centro clandestino de detención donde, entre 1976 y 1979, el Ejército torturó y mantuvo cautivos a por lo menos una treintena de jóvenes de la zona. Hoy, una de ellas es su guardiana. “Tengo parte de familia, compañeros, amigos desaparecidos o muertos. Mi presencia acá es una deuda con ellos”, confesó Araceli Gutiérrez, que era una joven militante cuando pasó por “el Monte”.
El 16 de septiembre de 1977, el Ejército salió de cacería en Olavarría. Una veintena de jóvenes fueron secuestrados. A Gutiérrez la levantaron de la casa en la que paraba con su hermana Amelia, su cuñado, Juan Carlos Ledesma, y su pequeña beba de tan sólo cinco días. A la pareja también se la llevaron. A la beba la dejaron abandonada, sus abuelos maternos pudieron recuperarla ocho meses después.
El grupo fue a parar al centro clandestino que funcionó en Las Flores y que la semana pasada fue señalizado con la presencia de los organismos de derechos humanos de la zona y las autoridades provinciales. Gutiérrez participó de la ceremonia. Allí, al cabo de tres días, fueron divididos: a Amelia y Juan Carlos, al padre de ambas jóvenes –un comisario de Tandil-, y a otros compañeros de militancia de la ciudad como Graciela Folini y Rubén Villares los llevaron a La Plata. Giraron por el Pozo de Arana, por el Pozo de Banfield y la brigada de esa ciudad. Menos el comisario, que recuperó su libertad ocho meses después, y Amelia, que falleció de una infección generalizada durante su encierro, el resto está desaparecido.
A Gutiérrez y al resto del grupo los trasladaron a Monte Peloni “en donde ya había gente encerrada”. Araceli tenía 24 años e integraba la Juventud Peronista, a la que se sumó en su La Plata natal. “Tuve que irme porque se había puesto todo muy ácido. Llegué a Olavarría y seguimos laburando”. La persecución la encontró allí.
El edificio, que legalmente funcionaba como espacio de entrenamiento militar, es pequeño y se encuentra ubicado al final de un camino de tierra, como depositado entre los árboles más altos del monte. El centro de tortura recibió el nombre por la zona en la que está ubicado, porque aún sus restos resisten el paso del tiempo. “Yo era la única mujer en Monte Peloni, me tenían encerrada sola, encapuchada, en uno de los cuartos del fondo, ése que tiene piso de madera”, recordó Araceli, que mencionó que había, con ella, 22 personas allí confinadas. En esa pieza, hoy, hay algunas botellas y varios zapatos viejos de pares truncos.
“Son cosas que se van encontrando en el aljibe de atrás de la casa –un pozo al que se le desmontó un techo de madera, invadido por la hojarasca y el tiempo–. La casa no cuenta con más de cuatro habitaciones que ahora están rotas, algunas sin techo, y otras empezando a perder las paredes. La puerta de entrada divide ambientes: uno principal de otras dos piezas, una en donde estaba la muchacha, otra un poco más grande. Al lado del ambiente principal se erige otro espacio, que hoy carece de techo. Por detrás, un patio interno sirve de límite con el exterior. Tal vez por su poca extensión, de no más de 60 metros cuadrados, los jefes de ese sitio decidieron ubicar carpas en los alrededores inmedia-tos para encerrar más detenidos. La sala de torturas estaba ubicada en el baño, en donde había un elástico de colchón de metal que aún sigue colgado en una de las construcciones aledañas. Por encontrarse tabicada y aislada en la habitación, sabía poco de quiénes eran los otros secuestrados. Sin embargo, algunas cosas su memoria atesoró intactas: los gritos de la tortura, la humedad que carcomía el cuerpo, el ruido de las ramas de los árboles. “Los primeros días fueron terribles. Días de interrogatorio, golpes y torturas”, puntualizó. Entre lo poco que supo de su contexto inmediato fue el traslado de cuatro chicos a un lugar conocido como La Huerta de Tandil, de donde sólo volvieron dos. “A uno lo mataron. El otro permanece desaparecido”.
Cuando quisieron deshacerse del lugar, los militares lo cedieron a una escuela agrotécnica: “Aquí daban clases, una aberración”, opinó Araceli. Sin embargo, ella se mudó con su familia al lado del centro clandestino. Lo cuida como si fuera su guardiana. La guardiana de la memoria.
¿Por qué? Dice que siempre fue “muy efusiva” al momento de contar lo que le había pasado a ella y lo que había ocurrido en ese lugar a la gente que le preguntaba, que “llevaba a quienes lo querían conocer, los paseaba, les explicaba”. Los organismos de derechos humanos reclamaron el espacio hasta que finalmente lo obtuvieron. Entonces, fue necesario que alguien lo cuidara y Araceli se ofreció de casera, función que ocupa desde hace poco más de dos años. “Alguien tiene que hacerse cargo de la historia. No sólo recordarla y transmitirla, sino también cuidarla, y la única manera de hacerlo en este lugar es estando aquí”.
Considera, además, que el cuidado que lleva a cabo del espacio es una manera de “pagar deudas”:
No vive sola en su pequeña y reciclada casa de campo ubicada al lado de lo que fue el centro clandestino. La acompañan su marido, sus hijos, algunos nietos y tres perros. Y no se arrepiente: “No es un lugar con mala alma, sino un espacio muy bello con una triste historia”.
Fuente:Pagina12
Olavarría: sangre, barro y bronce en la trama represiva
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Silvana Melo y Claudia Rafael
sociedad@miradasalsur.com
Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014
Por Silvana Melo y Claudia Rafael
sociedad@miradasalsur.com
Con aquel que era simplemente el dueño de una pequeña pinturería y pugnaba por vender información sobre el destino de desaparecidos a sus padres. Con aquel que era periodista y parecía conocer con demasiada precisión detalles de un martirio.
Con aquel oficial de Inteligencia, Benjamín Cristoforetti, que era una figura bien casada con una olavarriense, condecorado por asesorar a los narcogenerales bolivianos en el golpe de 1980 y del que en esos tiempos se rumoreaba que había logrado esconder al dictador Luis García Meza en los cuarteles. Con aquel electricista que convocaron a Monte Peloni para reparar el generador de electricidad y se encontró con un infierno impensado.
Con aquel oficial Filiberto Salcerini que se casó con una de las hermanas Fassina (que, cómo no, tienen una calle con su nombre en Olavarría Norte) y se metió en la familia de Francisco Aguilar. Con aquel intendente Carlos Portarrieu, mano política de la dictadura, que dispuso controlar la natalidad de los pobres para evitar la profusión de “hijos de alcohólicos y sifilíticos”.
Con aquellos amigos del teniente coronel Ignacio Aníbal Verdura, que lo adularon en una solicitada y nunca dejaron una silla vacía en los almuerzos bacanales donde los empresarios hablaban de sus caleras (hay testimonios que aseguran que el destino de algunos muertos fueron las enormes oquedades de la tierra), de sus estancias con puesteros humildes y sin hijos, de la caridad parroquial de sus mujeres para con los niños que ellos mismos hambreaban o a los que alteraban su historia y su identidad.
Una F-100 celeste. En esas comunidades, los impactos son diferentes justamente porque los responsables y la gente de a pie caminan por las mismas calles y se cruzan en el banco y en las oficinas municipales. Y esos apellidos fundacionales mantienen un halo de procerato y respetabilidad. Las grandes ciudades protegen con el anonimato. Las pequeñas, están rodeadas de espejos. Espejos, ciudades, donde es inevitable aparecer y verse y admitirse otro.
Entonces, ¿cómo María del Carmen Fernández no iba a reconocer a aquel que portaba el cuerpo estragado de su hermano al cementerio municipal, si vivían en el mismo barrio? ¿Cómo no iba a reconocer a la distancia la figura amenazante de Omar Pájaro Ferreyra a bordo de una camioneta F-100 celeste aquel noviembre de 1977 a las seis de la tarde? ¿Cómo no iba a saber que era él uno de los que dejaron el ataúd y fugaron? ¿Cómo no iba a saberlo María del Carmen si lo veía pasar por su barriada casi a diario con un Fiat 1500 clarito?
Veintiséis años más tarde, en diciembre de 2003, el intendente municipal Helios Eseverri lo elevó a la categoría de director de Control Urbano y visibilizó la figura de aquel sargento oscuro y feroz que hasta entonces había logrado permanecer en las sombras. El mismo que estampó su firma durante más de dos años en los carné de conducir, el mismo que escapó a paso raudo por los pasillos comunales cuando Araceli Gutiérrez, sobreviviente de Monte Peloni, lo persiguió junto a Miriam Lewin, con un micrófono y una cámara, al grito de “¿te acordás de los compañeros que torturaste?”, el mismo que el 22 de septiembre próximo estará sentado junto a otros tres represores para ser juzgado por delitos de lesa humanidad.
El electricista. En las calles y en los recovecos cotidianos conviven muchos protagonistas. En el barrio CECO, por ejemplo, construido por el sindicato mercantil a mediados de los ‘70, confluían trabajadores, suboficiales del Ejército y algunos militantes. Y en una de sus típicas casitas a dos aguas, a 5 kilómetros del microcentro olavarriense, había también un electricista: Ivaldo. A principios de 1977, lo había convocado el teniente coronel Ignacio Aníbal Verdura para que hiciera una serie de instalaciones eléctricas en un viejo casco de estancia. Era Monte Peloni. El electricista no imaginaba que su instalación eléctrica sería destinada para el suplicio.
Algunos meses más tarde, lo llamaron nuevamente: el equipo electrógeno se había dañado. Dentro del horror, alcanzó a reconocer a Rubén Horacio Sampini, conscripto secuestrado, y a Araceli Gutiérrez, la única mujer que sobreviviría a su secuestro. “Todos los detenidos se encontraban en pésimo estado físico, con las muñecas atadas a las camas de resortes y vendados los ojos”, relató Ivaldo en 1984 a la Justicia penal. En la misma declaración se lee “los torturadores eran suboficiales del regimiento”. Y nombra a los sargentos Padilla y Córdoba, también del barrio CECO.
Empresarios y médicos. Todo se entremezcla en una ciudad de dimensiones humanas. Los nombres de Carlos Francisco Aguilar (apropiador de Ignacio Guido Montoya Carlotto) y de Julio Sácher (médico de Policía cuyo nombre aparece en el certificado de nacimiento) cayeron en la ciudad como una bomba atómica. Aguilar, como parte de aquella clase con poder empresarial, ganadero, mediático, integrante de ese concepto tradicional de fuerzas vivas que asume que el resto no son más que fuerzas muertas o, al menos, agonizantes. Sácher, como parte, también, de aquella clase, con el aditamento de haber sido ginecólogo y médico de Policía en tiempos de atrocidades institucionales. Las historias que danzan a su alrededor (ya tiene casi 80 años y sigue ejerciendo la profesión) son siniestras.
Canteras y cemento. Loma Negra fue simiente de la impronta cultural y productiva olavarriense hasta hace pocos años. Ignacio Guido Montoya Carlotto creció en la estancia Los Aguilares, ahí no más de Cerro Sotuyo, donde hizo la primaria. La declaración –en 1984 ante el juzgado Penal de Azul– del carpintero Miguel Angel Fuhr hablaba de cadáveres que “hacían volar con barrenos en una cantera de Cerro Sotuyo, o los cremaban en una cantera de Sierras Bayas y, sobre todo, los tiraban en una abandonada de Loma Negra, llena de agua”.
Hoy, Ignacio Guido vive, justamente, en Loma Negra. Desde su casa se ve la fábrica, como una presencia totémica, señera, vigilante. Determinante. La fábrica de la empresa que aumentó sus dividendos después del secuestro y asesinato de Carlos Alberto Moreno, abogado que litigó en casos de obreros afectados de silicosis. A la cementera le estaban costando caros los juicios laborales, y la inversión necesaria para que las condiciones de trabajo dejaran de enfermar a los trabajadores era mucho mayor de la que la empresa estaba dispuesta a asumir. Loma Negra está investigada por presunta “instigación por codicia” del crimen de Moreno.
Las puertas al horror se abren, violenta y paradójicamente, con un episodio generador de una oleada de alegría y emoción mayoritarias: el regreso de un nieto apropiado. Un delito de lesa humanidad que no les fue posible justificar. A tal punto, que el editorial de La Nueva Provincia, de Bahía Blanca, decía el 9 de agosto:
“Nadie que no fuera un desalmado dejaría de alegrarse de que Ignacio Hurban haya recobrado su verdadera identidad. La suya, si se quiere, es una historia con final feliz, y enhorabuena que así sea. Pero ello no cambia nada de la militancia terrorista de sus padres”.
Emblemas. La soledad de los familiares en las comunidades del interior suele ser arrasadora. La imagen de Olga Aredez sola, dando vueltas a la plaza de Libertador General San Martín en Jujuy, reclamando por la desaparición de su marido, médico en el Ingenio Ledesma, es un ícono del desamparo de madres y padres a partir de la connivencia y/o la cobardía de las sociedades. Como lo fue en Olavarría aquella figura ecuatoriana de Alfredo Pareja entregando en una esquina del centro volantes que armaba en su propia imprenta denunciando el horror. Los dictadores le habían devorado a su hijo José Alfredo.
Los nombres y apellidos empoderados por tanta injusticia de la historia incluyen a un intendente democrático que aceptó ser intendente de los genocidas y al que nadie aún logró quitarle el bronce. A quien se le perdonó, incluso, haberse negado a volar en 1980 el tramo de la ruta 226 entre la ciudad y el Regimiento, tramo que impedía el flujo rápido del arroyo Tapalqué inconteniblemente salido de cauce. Intendente que prefirió la tragedia aluvional, la destrucción y una veintena de muertos antes que fastidiar a los militares con la inundación de sus cuarteles. Esa misma inundación se llevó, según las autoridades del Registro Civil, actas de nacimientos, entre ellas, la de Ignacio Guido.
Nombres y apellidos en los que se incluye, también, los de la figura emblemática de Amalia Lacroze de Fortabat, ícono del poder y la beneficencia de la ciudad. Fortabat que sobrevivió a todo: a los despidos en Loma Negra y a las prejubilaciones compulsivas en tiempos en que los trabajadores decían por lo bajo “no… la señora, de todo esto, no sabe nada”. Y, para una mayoría, sobrevivió también a las investigaciones dirigidas a su empresa por la desaparición y homicidio del abogado Carlos Alberto Moreno.
Nada altera algunos bronces en las comunidades tabicadas. Al menos, hasta ahora.
Fuente:MiradasalSur
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