LA EMBOSCADA
Prevenir el golpe de mercado debería ser la base de cualquier estrategia de supervivencia democrática.
Por Ricardo Aronskind
Imagen: Pablo Cedrón en Aballay, de Fernando Spíner.
La renuncia del Ministro Martín Guzmán marcó, de alguna forma, el agotamiento de una concepción de la conducción económica que no estaba hecha para la Argentina.
Ni por el tipo de medidas, exclusivamente «macroeconómicas», ni por los plazos con los que se piensa la política —de por sí breves, con cadencias presidenciales de 4 años—, pero que en nuestro caso se hacen aún más cortos por los desastres dejados por el macrismo y agravados por la Covid-19.
El objetivo de «tranquilizar la economía» se reveló incompatible con el comportamiento de los actores económicos realmente existentes, que no se quedan tranquilos un segundo en su búsqueda de altas rentabilidades.
El ministro apostó a ordenar en principio la cuestión del endeudamiento externo dejado por Cambiemos. Ese endeudamiento pudo haber sido sometido a un cuestionamiento político mucho más intenso, pero no era ese el temperamento del Frente de Todos, que apostaba a una rápida reactivación económica y no a ingresar a un tembladeral externo e interno.
Se optó por una negociación con bonistas y el FMI que alejara el grueso de los vencimientos de deuda y dejara un tiempo para la reactivación económica. Sin embargo, los financistas internacionales, a pesar de los acuerdos logrados, mantuvieron y mantienen altísimo el «riesgo país», haciendo saber que continúan considerando impagable la deuda externa argentina y que requieren nuevas «reformas» (léase negocios) para volver a prestarle al país. Sólo sus amigos de Juntos por el Cambio están dispuestos a hacerlas.
En el frente interno, siguieron las travesuras de la elite empresarial, ante la vista gorda de un gobierno cuya prioridad parece haber sido la no confrontación a cualquier costo. En ese sentido, el Ministerio de Economía y Finanzas pareció sobrevolar las turbulentas aguas de la economía argentina a un altura tal que no se veía, por ejemplo, cómo los precios comenzaban a devorar todo intento distributivo, o cómo los privados se ocupaban de absorber todas las reservas del Banco Central, manteniéndolo, por lo tanto, en un estado de debilidad perpetua.
Tampoco se advirtió que la muy correcta política de ayuda masiva durante la pandemia podía ser transformada, dada la patológica actitud privada de dolarizar los excedentes, en un impulso alcista del dólar paralelo en setiembre-octubre de 2020. Ni esa circunstancia gravísima llevó al gobierno a tener algún gesto de autoridad: se prefirió retirar el IFE a los necesitados, para que no se siguiera «yendo al dólar». Tampoco se vio, desde las alturas macroeconómicas, que el precio de los alimentos y los medicamentos, en plena pandemia, superaba el aumento del índice general de precios al consumidor, sin otro justificativo que el tratarse de bienes de consumo ineludible para una población en estado de indefensión.
No se puede negar el contexto externo muy desfavorable que le tocó a este gobierno. Todos los países fueron afectados por la pandemia en forma contundente, y la deuda pública que debieron contraer en la pandemia muchos países centrales para hacer lo mismo que se hizo en nuestro país, hoy los hace peligrosamente vulnerables a una fuerte suba de la tasa de interés internacional.
La peculiaridad argentina es que tenemos cortado el crédito internacional debido al descalabro macrista, y no pudimos recurrir al financiamiento externo. No fue por fanatismo por el déficit fiscal que nuestras cuentas públicas se desequilibraron en 2020, sino para sostener una situación complejísima, con una epidemia mortífera, sin vacunas aún, y sin crédito externo. Esa circunstancia llevó a un nuevo debilitamiento del Estado, ya que debió incrementar fuertemente su deuda interna, lo que lo hizo más dependiente de los banqueros locales a través de las Leliqs, generándose una cadena interminable de vencimientos internos, que se fue acrecentando con los meses.
Con las grandes tareas –el arreglo de la deuda, la ejecución inicial de los acuerdos con el FM— que no generaban los efectos de apaciguamiento deseados, y con las tareas «menores» –inflación, distribución del ingreso, reducción de la pobreza— sin encararse seriamente, se llegó a la actual coyuntura. Otra vez presión del sector privado sobre las reservas del BCRA y sobre el mercado paralelo. Otra vez incertidumbre y remarcaciones preventivas. Con el agregado de los malestares provenientes de la crisis internacional, presentados por la derecha comunicacional como nuevas fallas del gobierno.
El ministro renunciante aceptó, como todo el gobierno del que formó parte, los límites sociales impuestos por los sectores dominantes a las políticas públicas:
- no cobrar más impuestos, aceptando la evasión normalizada;
- no más distribución, aceptando a la inflación como mecanismo para licuar automáticamente toda mejora del salario nominal, para mantenerlo en niveles «macristas»;
- no más mercado interno que el que surja espontáneamente de los negocios privados;
- no controlar las áreas de rentabilidad especulativa, como las compras de dólares al BCRA por parte de las grandes empresas, o las maniobras con el dólar «contado con liqui» o el dólar MEP, o las liquidaciones de exportaciones. Entrecruzar información entre diversas áreas del Estado, para observar el modus operandi de algunas empresas y grupos económicos, nunca figuró en la agenda «macroeconómica» del ministro.
Martín Guzmán eligió irse en forma intempestiva, agregando incertidumbre a una situación económica frágil, a la cual él contribuyó por omisión, ya que su diagnóstico fue muy limitado en relación a los severos problemas locales. Pensar sólo en la estructura, y creer que su «ordenamiento» podía neutralizar prácticas depredadoras largamente consolidadas, obviando a los actores y sus prácticas habituales, parece un olvido inadmisible para un ministro de Economía de un gobierno popular.
La emboscada sabida hace dos años y medio
Desde el golpe de mercado que desbarrancó a Raúl Alfonsín, sabemos que la democracia argentina nació severamente condicionada por los poderes fácticos, y que éstos no dudan un instante en hacer negocios, destruir gobiernos legítimos y hundir la economía nacional, si eso conviene a sus intereses de corto plazo.
Debería ser ese el punto de partida de cualquier estrategia de supervivencia de un gobierno popular, y de cualquier diseño que busque una gobernabilidad democrática de la economía.
Desde esa perspectiva, el macrismo le legó al gobierno de Alberto Fernández un cuadro económico pésimo, con un aparato estatal maniatado para realizar las tareas necesarias que reencauzaran productivamente la economía nacional. Mientras la derecha, que había protagonizado una experiencia gubernativa deplorable, aparecía envalentonada en las calles, el gobierno del Frente de Todos arrancó con una llamativa pasividad movilizatoria. El estallido de la pandemia no debe ocultar el enfoque reticente a la movilización popular que caracterizó al gobierno hasta la actualidad.
El estado de las reservas en dólares en el Banco Central dejado por el macrismo era paupérrimo, lo que bajaba mucho las posibilidades del gobierno de intervenir contundentemente en contra de las operaciones de especulación cambiaria. Tranquilizar la cuestión cambiaria no era sólo cerrar acuerdos con los prestamistas externos, sino lograr que las exportaciones se realicen en blanco, que se registre todo lo que sale del país, que paguen los impuestos correspondientes, y que las divisas entren a las reservas del Banco Central. También que el Banco Central entregara dólares con prudencia a quienes realmente lo necesitaran, priorizando lo relevante sobre lo superfluo.
La penuria de dólares precarizaba las posibilidades de hacer política del gobierno, por lo que debió ser encarada en todas sus dimensiones: había que saber que sobre la oferta y demanda de dólares se cernían poderosas tenazas privadas, destinadas a perpetuar la precariedad de las reservas estatales y la debilidad política del gobierno.
La inflación recibida estaba en un nivel muy alto, del 50% anual, lo que creaba un piso muy complejo sobre el que se debía operar. Debió haberse trabajado desde el primer día sobre la inflación en general, y sobre la inflación de alimentos en particular. No era una única medida la que debía tomarse, sino un conjunto de acciones muy diversas, para aumentar y diversificar la oferta de bienes de primera necesidad. En cambio, se apeló a pocas acciones, a recetas conocidas pero de modesto impacto, como los precios cuidados. Cuando se promulgó una Ley de Góndolas, para promover la competencia adentro de la grandes cadenas de distribución, fue boicoteada por la empresas y el propio Presidente comentó que «no cumplen con la ley». Tampoco se previó nada en relación a la evolución de los precios internacionales de los commodities exportables, que como se sabe desde hace 150 años, afectan el nivel de vida de lxs argentinxs.
Por el contrario, el camino elegido fue el de la actitud amigable con las corporaciones, como lo refleja la ley promovida por el oficialismo en diciembre de 2019, que le puso un tope innecesario a las retenciones agropecuarias. En un solo gesto, se renunciaba a la posibilidad de regular los precios internos, y a la potencialidad recaudatoria para un Estado con sus arcas muy comprometidas. Hoy, cuando los precios internacionales se fueron a las nubes debido a la pandemia y la guerra en Ucrania, se observa que no existe ningún tipo de reciprocidad por el lado privado, y que toda concesión regulatoria de «buena voluntad» es interpretada como una ganancia permanente sin contrapartida alguna.
En materia fiscal debió haberse tenido muy en claro desde un comienzo la necesidad de incrementar la recaudación combatiendo la evasión y elusión impositivas. Al comienzo de la gestión el Presidente y el ministro de Economía parecían tener esta cuestión presente, incluso se llegó a hablar de una reforma impositiva progresista. Pero esos decires se fueron diluyendo durante los meses siguientes. Mucho hubo que bregar dentro del propio gobierno para impulsar una Contribución de las grandes fortunas con carácter único y extraordinario por la emergencia sanitaria.
En plena pandemia, en 2021, el gobierno sufrió en los meses de septiembre y octubre una corrida en el dólar blue, que empezó a desordenar la economía hasta que pudo ser quebrada. Había tiempo, en plena hecatombe, para torturar a lxs argentinxs con nuevas especulaciones para hacer volar el dólar y los precios. El gobierno continuó remiso a denunciar y sancionar a quienes buscaban explícitamente dañar a las mayorías.
El «tranquilizar a los mercados» del ministro Guzmán sintonizaba armoniosamente con el espíritu de apaciguar a la elite argentina de Alberto Fernández. Elite que venía empoderada por los cuatro años macristas, y que interpretó que la actitud dialoguista del Presidente encubría una debilidad política que debía ser aprovechada.
En síntesis, la situación de partida de la actual gestión no era nada sencilla, pero la forma de encararla parece haber estado muy por debajo de las exigencias que impone la gobernabilidad. Así también se llegó al acuerdo con el FMI: en condiciones de debilidad, y a merced de otra desestabilización interna con la posible excusa de un no acuerdo con ese organismo internacional. Es conocido el sendero de la desestabilización económica:
- corrida cambiaria organizada,
- remarcación desmesurada «precautoria»,
- caída de los ingresos populares y
- conmoción social.
Un gobierno popular tiene la obligación de no poner su destino en manos de quienes no lo quieren ni lo necesitan.
La coyuntura: la debilidad engendra debilidad
La idea de la derecha económica y política –ex «democrática y moderna»— es hacer de un problema cambiario transitorio una seria crisis económica, y servirse de la crisis económica artificialmente producida para provocar un cambio de régimen político.
La presión sobre las reservas exige otro ritmo de reacción por parte de las autoridades económicas: es imprescindible organizar prioridades para la salida de dólares del Banco Central. Hay que explicarle a la sociedad cómo es el problema, que es perfectamente comprensible. Pero el oficialismo, como fuerza política, no lo hace.
Si se carece de una visión nacional, y si lo único que prima son «los deseos del consumidor», no se puede entender por qué –transitoriamente— hay que ahorrar dólares. También habría que transmitir una idea positiva sobre el futuro: con un buen plan de desarrollo, que incluya sustitución de importaciones, e incremento de exportaciones tradicionales y sobre todo de exportaciones no tradicionales, esta penuria de dólares podría desaparecer en pocos años.
La mutua potenciación entre las subas del dólar paralelo y los índices de inflación debe ser rota. No sólo porque en la mayoría de los casos no es justificada, y es sólo una excusa para subir precios, sino porque no se puede dejar librado el precio de los alimentos –o sea: la comida de la gente— a las arbitrariedades de un mercado manejado por minoría timberas, como es el del dólar blue.
En toda esa cadena de comportamientos ruinosos para la población hay un conjunto de eslabones. Sobre cada uno de los eslabones hay acciones públicas que se pueden realizar, para romper la retroalimentación entre ambas esferas. Si eso implica que el Estado asuma la producción y comercialización de un conjunto de bienes básicos, para independizar sus precios de la especulación cambiaria y el golpismo económico, debe hacerlo. Si eso arruina jugosos negocios privados a costa del bolsillo de la población y de otros sectores económicos, bienvenido sea.
No se le puede escapar al gobierno que de seguir el rumbo inflacionario que se verificó bajo la gestión Guzmán, la inflación creciente iba a terminar parando la reactivación, debido a que terminaría generando una caída del salario real y una contracción del mercado interno. Lamentablemente, ciertas capas medias observan divertidas estos fenómenos de despojo vía inflación, justificada por el «dólar blue», sin advertir que ellos precisamente necesitan de un mercado interno amplio, sostenido por salarios reales que cubran bien las necesidades de la población. Los jueguitos cambiarios son una desgracia colectiva, aunque una parte de la clase media crea que le dejan alguna ganancia transitoria.
¿Qué pasaría si hoy el Banco Central tuviera 15.000 millones de dólares más en sus reservas? No sería la panacea, pero habría un nivel mucho menor de incertidumbre económica y mayor solidez política. La debilidad frente a los que les arrebatan los dólares al Estado potencia la debilidad frente a los que arman corridas cambiarias contra el gobierno. Si lograran forzar una devaluación, los exportadores obtendrían aún mayor rentabilidad –que hoy ya es enorme—, quienes tienen dólares verían mejorado su patrimonio, pero caería el salario real, el consumo y se contraería el mercado interno. Las dificultades fiscales del Estado se agravarían por la menor recaudación, y los mismos que lo indujeron a devaluar la exigirían posteriormente recortes antipopulares en el gasto público «para equilibrar las cuentas».
Silvina Batakis debe ser acompañada sólidamente por el Frente de Todos. Tiene una tarea difícil pero no imposible: superar esta corrida, estabilizar precios en serio, y avanzar sobre terreno firme en una mejora distributiva. Hay un dato positivo: Batakis no vive en el mundo de los equilibrios macro, sino que tiene clara comprensión política y conexión social. Tendrá que impulsar políticas públicas en todos los niveles, y abandonar la meta de «tranquilizar» una economía que nunca se tranquilizó. Mejor dedicarse a construir gobernabilidad económica popular, para poder tranquilizar al país y cumplir las promesas oficiales, cosa que aún es posible.
El Cohete a la Luna
Fuente:ElOrtiba
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