10 de julio de 2022

OPINION.

 


GORILA, MAS QUE UNA PALABRA

Usos y controversias en la Argentina contemporánea

Por Martín Retamozo, Mauricio Schuttenberg

Publicado en: Oficios Terrestres N.º 35 Julio-Diciembre 2016. En Memoria Académica.
Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.8580/pr.8580.pdf

En el artículo se analizan los usos de la palabra «gorila» en la política argentina y su constitución como un significante con potente capacidad de interpelación. El término, originado para nombrar la violencia de la alteridad al peronismo, reconoce una doble dimensión. Por un lado, identifica a un proyecto político-económico en favor de los sectores dominantes nacionales y extranjeros. Por otro, denuncia una actitud de desprecio y de incomprensión hacia la cultura popular y hacia las formas políticas de los sectores subalternos. Ambas dimensiones constituyen las controversias en las que diferentes espacios políticos utilizan el término para clasificar o para desclasificar(se).

Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas.
Jorge Luis Borges (1952)

Introducción

«¿Qué pasa / qué pasa / que pasa, General? Está lleno de gorilas el gobierno popular», coreaban las columnas de la Tendencia el 1 de mayo de 1974. «Es un gorila», «lleno de gorilas», «no digas goriladas», «puede sonar gorila pero», son algunas de las frases que abundan en el lenguaje político cotidiano de los argentinos. Si, como dice Jorge Luis Borges –connotado de la especie–, la historia es la diversa entonación de algunas metáforas, quizás podamos afirmar que la historia del léxico de la política argentina está incompleta sin esa metáfora y sus entonaciones. Pero aún más, la catacresis viene a indicarnos un lugar ausente en la reflexión teórico política y, a la vez, persistente en el terreno simbólico, allí donde se libran batallas por la hegemonía.

A lo largo de, por lo menos, los últimos dos siglos la teoría política tendió a dividir el espacio político en dos grandes bloques: derecha e izquierda. Estos espacios se identificaron con nociones de orden o progreso, libertad o igualdad, tradición o modernización. Izquierda y derecha se transformaron, entonces, en categorías que dan cuenta de dos espacios ineludibles en el estudio de las dinámicas políticas. No solo las ciencias sociales trabajaron estas definiciones, también los propios actores del campo político se autoadscribieron en vinculación a esos espacios y a sus tradiciones aunque, claro, de diferentes formas. Tanto partidos como movimientos sociales fueron construyendo diversas posiciones que, en términos am- plios, se analizaron en torno a esa gran divisoria del mapa político.

Sin embargo, la emergencia, durante el siglo xx, de experiencias políticas que se conocieron como «populismos clásicos» en América Latina fue síntoma de las limitaciones del esquema derecha-izquierda para pensar esos movimientos (sujetos y gobiernos) que no se dejan encasillar fácilmente. Más acá en el tiempo, el debate sobre el giro a la izquierda (Castañeda, 2006, Arditi,2009) requirió de adjetivos para ubicar esas muchas izquierdas(RamírezGallegos, 2007). Así, circularon términos compuestos como «izquierda populista», «populismo de izquierda», «izquierda radical», «izquierda socialdemócrata», «etnonacionalismo de izquierda», «izquierda nacional-popular», etc. En efecto, el proceso político latinoamericano activó la discusión en los lenguajes académicos sobre cómo pensar las experiencias. El término «populismo» reemergió con fuerza en una tercera ola que seguía a los populismos clásicos (el peronismo, el cardenismo y el varguismo) y a los neopopulismos de orientación neoliberal (representados por Alberto Fujimori en Perú, Carlos Menem en la Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil y Abdalá Bucarám en Ecuador).

La propia dinámica histórica –como lo había hecho con izquierda-derecha durante dos siglos– generó nuevos y elusivos espacios en la topografía política que era (y es) preciso analizar para aportar a la comprensión de los procesos sociopolíticos, sus sujetos y sus condiciones de disputa. El término «populismo» fue, sin dudas, el principal referente teórico para alcanzar a nombrar esa emergencia, y las querellas infinitas sobre los alcances de la categoría han sido un lugar común en los estudios políticos latinoamericanos. Ese lugar incómodo, que era denunciado desde la izquierda marxista (leninista y trotskista) como una estrategia de las clases dominantes para neutralizar el poder emancipatorio de la clase trabajadora, pero también por la derecha, por sus pretensiones de alterar su status quo mediante políticas reparatorias de daños sociales, parecía a la vez persistente e informe.

Ahora bien, desde ese lugar construido como emergencia y como escenario de luchas populares también se establecieron contiendas simbólicas de des-sujeción a nombres dados por la alteridad dominante (cabecitas negras, chusma, descamisados), y con lenguajes propios y prestados se abrió una peculiar forma de lucha. Entre esas disputas por la clasificación se encuentra la palabra «gorila». Este artículo se interroga por este emergente de estas luchas políticas y analiza sus diversas entonaciones que, al decir de Borges en el epígrafe, son constitutivas de la historia. Pero, además, nos asiste la intuición de que esa palabra está diciendo algo que no se puede decir en los registros académicos y que lleva un espectro bautismal que es invocado en sus usos. La persistencia es notable: a pesar de los numerosos esfuerzos teóricos y políticos por olvidarlo este término sigue vigente y es utilizado en la querella política y en el debate público. Muchos decretaron el fin del conflicto y la llegada del consenso, no obstante, el concepto continúa identificando posiciones y comportamientos, y sigue cumpliendo, por lo tanto, una función política incómoda en la designación de los enemigos de los sectores subalternos. Es justamente por esa importancia política, de identificación y epistemológica que planteamos un rastreo de los sentidos en torno a la reconfiguración de las identidades políticas en nuestro país pos 2003.

Esta cuestión de pensar los clivajes de la política en la Argentina no pasó desapercibida en los estudios académicos como tampoco el uso de la palabra «gorila». En el libro Términos latinoamericanos para el Diccionario de Ciencias Sociales, editado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (clacso) en 1976, Pedro Pirez es el encargado de realizar la entrada «gorilismo». Pirez lo ubica, primero, como un modo autoreferencial de los sectores militares golpistas previos a 1955 y repara en el modo en el que los sectores populares se lo apropiaron y lo invistieron de carga negativa. Para Pirez, el término se define a partir de cinco dimensiones: a) una minoría contra la mayoría, b) la relación represiva entre la minoría (gorila) y las mayorías populares, c) el militarismo (la posesión de armas y de uniformes), d) un contenido político ligado a la defensa del status quo (el capitalismo y la dependencia), la subordinación a Estados Unidos (y la civilización occidental y cristiana), la aversión a las conquistas populares y el odio a los movimientos populares y sus dirigentes (Pirez, 1976: 69).

Otros autores como, Pierre Ostiguy (1997, 2005, 2013a, 2013b) han trabajado para teorizar esta intuición sobre el «doble espectro político argentino» o los «dos clivajes de la política argentina» (Alessandro, 2009). Ostiguy distingue alto y bajo en términos de «estilos» que se cristalizan en los modos de intervención política y de escenificación pública a partir de un repertorio de prácticas de producción de sentido (las modalidades discursivas, los mítines, las movilizaciones, las campañas políticas, etc.). El análisis de los usos de la palabra «gorila» puede contribuir, también, a este objetivo (Retamozo & Schuttenberg, 2016). No debemos soslayar, por lo tanto, el doble campo de uso de esta palabra. Por un lado como un vocablo nativo que los actores movilizan en la contienda política como forma de clasificar al adversario y/o descalificarlo. A su vez, este uso reactualiza la matriz de la cual proviene –el peronismo– y la que, sin embargo, puede también disputarse. Por otro, el uso analítico de un término que contaminado (o cargado semánticamente) también puede ser usado como herramienta para abordar un desafío: es imposible comprender la política argentina sin incorporar la conformación del orden simbólico que estructura preferencias, discursos y decisiones, y eso va más allá del eje izquierda-derecha. No se trata de negar la validez de la dicotomía clásica sino de incorporar el otro eje cuya tradición tiene la potencia de los imaginarios como modo de estructurar el campo de la representación.

El origen del término

El mito –o la historia– refiere que la palabra «gorila» se introdujo en el lenguaje político a partir de un popular programa de radio, «La Revista Dislocada», de Délfor Amaranto Dicásolo, que se emitía por Radio Splendid. En uno de los sketch –escritos por Aldo Cammarotta1– hacia marzo de 1955 se satirizaban escenas de la película Mogambo, protagonizada por Clark Gable y por Ava Gardner y estrenada con gran éxito poco tiempo antes. En la parodia, un científico buscaba, incesantemente, un cementerio de gorilas y ante cada ruido extraño y misterioso se escuchaba un coro que repetía: «Deben ser los gorilas… Deben ser» (incluso se grabó un baión con ese coro). La fantasmal, y por momentos efectiva, presencia de sectores golpistas (como en el bombardeo a Plaza de Mayo de junio de ese año) fue lentamente asociada como un espectro que se hace presente por su constante ausencia. La referencia, entonces, se usó para nombrar el accionar subterráneo golpista e incluso –cuenta la leyenda– los propios militares antiperonistas la adoptaron en comunicaciones cifradas.



«Si gorilismo significa:

  • Luchar por una verdadera democracia que no degenere en libertinaje ni anarquía.
  • Repudiar toda expresión totalitaria y enfrentar con claridad y firmeza el problema peronista.
  • Sostener vehementemente los ideales de LIBERTAD, JUSTICIA Y DIGNIDAD que unieron a la ciudadanía en 1955.
  • Reprimir enérgicamente la delincuencia y los negociados.
  • Hablar claro y llamar a las cosas por su nombre, sin especulación electoral.
  • Terminar con la estafa de la Ley de Asociaciones Profesionales.
  • Reivindicar la lucha social de los trabajadores y los gremios, desvirtuada por intereses políticos.
  • Combatir el sabotaje y reglamentar con sensatez las huelgas en los servicios públicos, cuya proliferación humilla al PUEBLO ARGENTINO
  • Formular en el Parlamento un Plan Económico de Adhesión Nacional de 10 puntos que impedirá al Poder Ejecutivo hacer Política con la Economía.

LLENE EL CONGRESO DE GORILAS»

No obstante, los desplazamientos hacia cualquier rasgo antiperonista (y no necesariamente militarista) fueron tempranos. Bajo el gobierno de Arturo Illia, una consigna frecuente expresaba: «¡Illia gorilón / rajá de la Rosada que es la casa de Perón!» (1964), y años después «Cipayos / gorilas / hijos de Codovilla», en alusión a los militantes del Partido Comunista. Otra consigna que lo expresa es la dirigida a Guillermo Estévez Boero, dirigente del Partido Socialista: «Estevez Boero / gorila y estanciero / si vos sos socialista el Papa es montonero».

El proceso de radicalización y de peronización de los sectores medios introdujo el término en otros contextos. Esto se plasma en el debate intelectual, ligado a la universidad, quizás con una función de diferencia interna donde lo «otro gorila» era también parte de una misma tradición arraigada en padres y en abuelos. Una revisión de los artículos publicados por las célebres Envido2 y Antropología 3er Mundo evidencian la presencia del término. Cabe mencionar, por supuesto, el uso en los documentos de las organizaciones políticas y de sus órganos de difusión o las expresiones de la derecha peronista (como la revista Cabildo). En efecto, se produce un doble movimiento imbricado de diferenciación sobre un campo ya antagonizado. Por un lado, la diferenciación generacional que los sectores radicalizados ponen en escena con sus pertenencias y sus trayectorias familiares. Por otro, al interior del peronismo, lo que permitió que la tendencia revolucionaria interpelara a Perón por los «gorilas» en el gobierno popular y que desde los sectores de la derecha identificaran como infiltrados, marxistas y «gorilas» a las organizaciones radicalizadas.

Hasta los años ochenta, al menos, la categoría seguía casi exclusivamente asociada a la cultura peronista. En las concentraciones de la Confederación General del Trabajo (cgt), liderada por Saúl Ubaldini, se coreaba: «Traigan al gorila de Alfonsín / para que vea / que este pueblo no cambia de idea, lleva las banderas de Evita y Perón». Es decir, comunistas, socialistas, radicales o militares golpistas ingresan en la categoría como sinónimo de antiperonismo, en tanto el apelativo cruza el clivaje izquierda-derecha. La transición política a la democracia también implicó una transición de los lenguajes políticos y de su publicidad.

Una nueva afección al uso del vocablo se produjo en la década del noventa con la asunción de un programa neoliberal de la mano de Menem, quien había basado su primera campaña en un estilo ligado a la tradición populista del peronismo. Como afirma Lucas Rubinich, al referirse a este período, «sin los elementos de la tradición peronista que cuestionan desde la política un status quo social no hay uso productivo de «gorila»» (2001: 106). La desarticulación de la equivalencia del peronismo en el gobierno con el imaginario nacional-popular (sus lenguajes, sus liturgias y sus estéticas) permitió que emergiera el término «gorila» para aludir a referentes del Partido Justicialista pero con la particularidad de ser lanzados desde fuera del espectro peronista. Esto se plasma en consignas antimenemistas como «Traigan al gorila musulmán».3 No obstante, también el uso siguió su estándar clásico cuando fue empleado por funcionarios o por aliados de Menem4 y/o de Duhalde,5 los dos líderes del peronismo de los años noventa.

Las organizaciones sociales de matriz nacional-popular (o con un componente de ella) también lo incluían como un modo de marcar continuidad entre los gobiernos neoliberales de Menem y de Fernando de la Rúa.

Cada palabra que pronuncian, cada paso que dan y cada gesto que producen, denuncian que el intento de mostrarse como políticos preocupados por resolver los problemas de las mayorías, es sólo una torpe actuación que no alcanza para disimular la esencia «gorila» de las políticas que llevan adelante, destinadas a darle continuidad al modelo liberal que con tanto ahínco el menemismo construyó a lo largo de los últimos diez años. Los viejos administradores y los aspirantes a serlo en el futuro realizan piruetas de todo tipo para mostrarse renovados, pero vuelven a repetir los mismos textos que dijeron hasta el cansancio cuando ocupaban funciones en el gobierno anterior, acompañando al actual en la implementación de las medidas que son centrales para la preservación de los intereses de los monopolios (Patria Grande, mayo 2000: 12).

Peronistas versus «gorilas»: un clásico argentino

El gorila es tal vez el más potente de los símbolos peronistas y representa la esencia de lo antinacional, lo antipopular, lo antiobrero y lo antiperonista.
Daniel James (2004)

«Y, al final, un día volvimos a la gloriosa Plaza de Mayo a hacer presente al pueblo argentino en toda su diversidad», dijo Néstor Kirchner en su discurso en la Plaza de Mayo el 25 de mayo de 2006, a tres años de asumir la presidencia y a 33 años de la asunción de Héctor J. Cámpora. La vuelta, no fue solo de la liturgia de la izquierda peronista que había anticipado Nicolás Casullo ([2002] 2010), sino también de sus lenguajes. Es cierto que «gorila» es un término ausente –o relativamente marginal– del léxico presidencial (tanto de Néstor Kirchner como, luego, de Cristina Fernández de Kirchner) pero la reposición del campo semántico y de la estructura del relato histórico instaló nuevas-viejas condiciones de enunciación para la polifonía kirchnerista.

Las «matrices político-ideológicas» (Svampa, 2004) permanecían en reservorios organizacionales y militantes y, en el caso de la nacional-popular, en ocasiones desarticulada del Partido Justicialista después de la experiencia menemista. La irrupción de Kirchner introdujo las condiciones para reactualizar la «gramática movimientista» que incluye una lectura de la historia como lucha entre el proyecto nacional y la oligarquía (Natalucci & Pérez, 2012). No es casual que hayan sido las organizaciones sociales y políticas las que primero evocaran la jerga militante para decir desde y sobre el kirchnerismo y sus enemigos. En el kirchnerismo el vocablo gorila es repuesto en el marco de la tradición del peronismo de izquierda (Casullo, [2002] 2010).

Todos los gorilas, sea del pelaje que sea, intentan detener nuestra marcha. Pero cuando los argentinos nos ponemos de pie no es tan fácil voltearnos. Tenemos una larga historia de lucha sobre nuestras espaldas desde los patriotas de San Martín y Güemes, pasando por las montoneras federales de Rosas y Facundo, por los defensores de la causa contra el régimen de Irigoyen y Mosconi, hasta llegar a los descamisados de Perón y Evita, hemos dado largas muestras de coraje a la hora de defender nuestros intereses. Cuando el Movimiento Nacional se pone en marcha el Pueblo se hace protagonista de la historia por eso no nos cansamos de decirles a todos los gorilas que intentan meter un palo en la rueda: NI LO INTENTEN EL FUTURO ES NUESTRO…» (Editorial, Revista Evita, octubre 2006: 2).

Con el kirchnerismo, el término volvía a ocupar un lugar en los lenguajes públicos. Así lo registraba Horacio González en una lúcida nota publicada en el diario Página/12:

En estos días se ha escuchado la palabra gorila, como si se evocase ese lejano aullido que por las madrugadas sobresalta a los vecinos del Jardín Zoológico. Mejor seguir durmiendo, el sinsabor llega en sordina y nos tranquiliza saber de dónde proviene. Pero cuando en no pocas conversaciones actuales ha resurgido ese mismo epíteto –esa invocación o gracejo que les hace un guiño a los entendidos–, es momento de preguntarnos por la vieja encrucijada de la historia argentina. ¿Qué son los gorilas? ¿Es posible definirlos? ¿Se puede seguir usando ese concepto en la política nacional? (Horacio González, en Página/12, 4/11/2007: en línea).

Ahora bien, como señala Daniel James (2004), el apelativo de «gorila» refiere como contraparte a la «oligarquía», cuya presencia podría considerarse difusa o solapada con los «culpables» de la implementación del neoliberalismo y de la crisis socioeconómica que estalló en 2001. El registro del adversario en el período presidencial de Néstor Kirchner se ubicó más en el sector financiero, en las empresas privatizadas y en los organismos multilaterales de crédito. Sin embargo, son las organizaciones las que repusieron el lenguaje político como un gesto de reconciliación con su propia historicidad.

Nada enerva más a los gorilas que una Plaza llena de Pueblo, piqueteros, gordos, intendentes malitos, gente arriada, es decir, una nueva versión del aluvión zoológico. Nosotros vimos a las Madres, a los desocupados y a las organizaciones sociales, a los trabajadores, al poder institucional que acompaña este proceso, a un importante sector del Pueblo que se organiza acompañando a nuestro presidente (Editorial, Revista Evita, julio 2006: 2).

El gorilismo se identifica, aquí, con una reacción cultural a lo popular. Los sectores populares movilizados y organizados reactivan la dicotomía civilización y barbarie del antiperonismo ilustrado (de izquierda, socialdemócratas, liberales y conservadores). Esta articulación entre gorilismo y la antinomia sarmientina permite pensar la posibilidad de un gorilismo de diferentes extracciones. El efecto se traduce en otro uso del concepto que desde el campo nacional-popular se dirige a sectores de la izquierda «gorila» (en los años setenta, también, «cipaya»), acusada de una visión ilustrada y moralizante sobre la cultura popular (y el peronismo como expresión de ella). En este sentido, nos encontramos con la dimensión cultural del concepto, en tanto no se impugna la defensa por parte de la izquierda de los intereses de los sectores dominantes (aunque puedan ser tildados de «funcionales») sino de la incomprensión de lo nacional y lo popular en el esquema de luchas sociales. Una incomprensión del ser de la lucha de clases por la primacía del deber ser.

En esta visión, cierto sector de la izquierda es tildado de «liberal o burgués», a partir de su tradicional lectura crítica del peronismo como forma de desviacionismo, ahora encarnado en el proceso kirchnerista. La izquierda «trotskista», principalmente, pero también la maoísta y la guevarista, son la frontera con la que disputan sobre las caracterizaciones de los gobiernos del «giro a la izquierda» o populistas el apelativo de «gorilas», lo que indica su falta de comprensión histórica.

No compartimos en absoluto aquellas visiones de la izquierda tradicional argentina, en particular las del trotskismo local, que desde aquellos tiempos de surgimiento del movimiento peronista hasta hoy repiten el discurso gorila y de incomprensión absoluta de la cuestión nacional, con aquello de que «para que avance la clase obrera es preciso aniquilar la identidad peronista» partiendo de la premisa de que se ha tratado desde sus orígenes de una «loza ideológica» a combatir (En Marcha, 19/2/2003: 3).

El otro uso de «gorila» desde el campo nacional y popular hacia la izquierda predica sobre el progresismo. El progresismo «gorila», devenido tanto del Partido Socialista como de la Unión Cívica Radical (UCR), propondría una mirada moralizante sobre los sectores populares y descalificadora de sus prácticas y sus identidades. Como consecuencia, al igual que en experiencias como la Unión Democrática que enfrentó a Perón, establecen alianzas con partidos reaccionarios en una cruzada ético-política contra el peronismo.

El gorilismo del denominado progresismo se expresa en el cuestionamiento que hace del peronismo como fuerza que expresa lo popular o la genuinidad de esa representación. En su lugar, y desde esta visión, Afirmación de una República Igualitaria (ARI) fundado por Elisa Carrió y experiencias como la liderada por Margarita Stolbizer proponen un pacto moral desde la idealización de un ciudadano desvinculado de las tradiciones políticas populares.

Desde su asunción, el proceso por el cual el gobierno de Néstor Kirchner devino kirchnerismo reactivó elementos sedimentados y los puso a circular en espacios públicos diferentes a los que habían sido confinados en la década del noventa. Sin embargo, las preguntas gonzalianas adquirieron otra dimensión cuando en 2008 la Argentina fue escenario de la confrontación entre bloques políticos liderados por las entidades patronales ligadas a los negocios agroexportadores, por un lado, y el Gobierno Nacional, por el otro. La historia es bastante conocida. El kirchnerismo se enfrentó por primera vez con una coalición opositora multifacética (empresarios, medios de comunicación, oposición política) y el conflicto se tramitó en las calles y en las rutas (cortadas) y en el espacio público mediatizado, hasta que la resolución institucional provino del célebre voto no-positivo del vicepresidente y presidente de la Cámara de Senadores, Julio Cobos. Esa coyuntura reformateó y consolidó tanto un campo político como identidades, lenguajes y subjetividades.

Fue, sin dudas, por aquellos meses cuando el vocablo «gorila», que nunca desapareció del argot militante, comenzó a ocupar otra vez espacios públicos, mediáticos y a ser entonado con otras fuerzas y con otros ecos en el fragor de la contienda y en un campo político antagonizado. En un contexto en el que muchos vaticinaban un «fin de ciclo», para la anomalía kirchnerista, estos lenguajes y la movilización simbólica funcionaron como espacio de inscripción para lo que algunos autores llamaron, poco después, «exacerbación de lo nacional-popular» (Svampa, 2011) o «reperonización» (Rocca Rivarola, 2015). Este proceso incluyó una serie de decisiones políticas y de políticas públicas pero, también, una movilización de sentidos colectivos contenidos en la cultura política. El peronismo infinito (Svampa, 2006) parecía reponerse y la Argentina se peronizaba en actos bulliciosos que parecían desmentir los pronósticos de agonía. Entre sus «mil caras» (Ollier, 2013) el peronismo sacaba a relucir aquella que invoca la matriz plebeya y su repertorio discursivo en el que junto con términos como «oligarquía» habita la palabra «gorila».

El conflicto entre el gobierno nacional y las entidades patronales del campo, en 2008, reactivó el clivaje peronismo-gorila. Por un lado, por primera vez desde 2003 el gobierno nacional enfrentaba a un actor movilizado con capacidad de construcción discursiva y de interpela- ción en sectores sociales opositores. Por otro lado, la mediatización de lo político reconfiguró el escenario en tanto condiciones de producción y de recepción de los discursos sociales. El espectro de la «oligarquía» se encarnaba en uno de sus tradicionales actores –con la Sociedad Rural a la cabeza– y activaba el rol de actores políticos de los medios de comunicación. No solo el campo militante peronista evocaba el término «gorila» para posicionarse en la contienda («Gorila puto / vas a pagar / las retenciones del gobierno popular»), sino que el término comenzó a circular en otros espacios públicos y bajo disímiles formatos.6

Aunque pueden reconocerse en el discurso de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner ciertos elementos discursivos que reactualizan el antagonismo (como la mención a «comandos civiles» para referirse a la acciones de los ruralistas) fueron otros enunciadores que compusieron el universo polifónico del kirchnerismo los que se ocuparon de reponer el término en sus dos dimensiones (político-económica y sociocultural).7 Un claro ejemplo de la actualización es la enunciada por la organización «Putos Peronistas», que lanzó la consigna «El puto es peronista, el gay gorila» (Página/12, 26/6/2009: en línea), en la que entrecruzan las dos dimensiones, en tanto a la problemática lgttbiq8 se la cruza con la cuestión de clase y con la identidad política.

La respuesta gubernamental a la derrota en el conflicto con el campo y luego en las elecciones legislativas de 2009 incluyó un conjunto de políticas, de discursos y de gestos que afectó el campo de constitución de las identidades políticas. El «kirchnerismo puro», como lo llaman Ana Montero y Lucía Vicent (2013), incluyó gran parte del repertorio discursivo del peronismo de izquierda y se consolidó luego de la muerte de Néstor Kirchner en octubre de 2010.

«Che gorila / no te lo decimos más / si la tocan a Cristina / que quilombo se va a armar», se cantó en Plaza de Mayo durante las exequias del expresidente. El uso del término se ubicó, definitivamente, en la tradición de la izquierda peronista en su formato kirchnerista.

Ahora bien, dentro del espacio del peronismo existe otra apelación al gorilismo, pero esta vez desde una perspectiva de centro-derecha que predica sobre quienes se auto inscriben ilegítimamente en el campo nacional-popular. En los años setenta eran los «infiltrados»; bajo el kirchnerismo esta lógica se aggiornó en el discurso de sectores del peronismo alejados de la conducción de Cristina Kirchner, que comenzaron a identificar como «gorilas» a algunos funcionarios kirchneristas y a tildar en el mismo sentido a algunas de las políticas públicas. En este contexto, el gorilismo estaba dado por haber abandonado el «verdadero» peronismo (o por no haberlo sido nunca) y su reemplazo por otras ideologías que, según esta lectura, no estaban vinculadas a esa doctrina. Así, el dirigente sindical Luis Barrionuevo acusó a Cristina de «gorila» (La Nación, 19/5/2012) ante lo que entendía era una avanzada del gobierno sobre los sindicatos, y la vinculó con el menemismo al marcarla como fanática de Domingo Cavallo (exministro de Economía) y de Menem. En el mismo sentido, Omar Maturano, titular del gremio La Fraternidad, identificó como «gorila» al ministro de Economía, Axel Kicillof, a partir de la interpretación de que el funcionario «odia el modelo sindical argentino». Para Maturano, «o es gorila o de ultraizquierda. Gracias a Dios los trabajadores somos peronistas, los trabajadores no somos kirchneristas, que no se equivoquen» (La política online, 6/5/2015: en línea).

En este plano, el significante «gorila» expresa el desvío por izquierda de la doctrina justicialista, al punto de excluir al kirchnerismo del campo del peronismo y de identificar a sus funcionarios como «gorilas», no por estar a favor de los sectores dominantes (el imperialismo y la oligarquía) sino por la dimensión cultural manifestada en una incomprensión de las organizaciones históricas de los trabajadores y de sus dinámicas internas.

El campo de la izquierda

El heterogéneo campo de la izquierda no ha tenido a la categoría «gorila» como uno de los puntos nodales de sus discursos, en parte, debido a la hegemonización del término que hizo el peronismo, al menos hasta la década del noventa. Sin embargo, no son pocas las referencias a este término, en especial desde que en el menemismo operó una desarticulación entre peronismo y proyecto conflictivo con los sectores dominantes. La categoría se refiere, entonces, a discursos, a personas o a políticas tendientes a favorecer a los sectores dominantes en detrimento de las clases subalternas. Así, «gorila» designaría una tendencia antiobrera de la que el peronismo podría ser parte.

En 2011 el candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires por el Frente de Izquierda, José Montes, fustigó por «gorila» y por «antiobrero» al gobernador kirchnerista de Santa Cruz, Daniel Peralta, quien había señalado que los maestros ponían en riesgo el orden institucional y que no había dinero para resolver sus justas demandas: «Es increíble que este gobernador que ya está en el podio de los principales mandatarios gorilas y antiobreros del país diga que no hay plata para los maestros santacruceños, en una provincia inundada de petróleo» (Partido de los Trabajadores Socialistas, 4/6/2011: en línea).

El acusar de «gorilas» a dirigentes del peronismo es marcar las contradicciones que estas fuerzas perciben en dicho espacio político. De este modo, el gorilismo está anudado a lo antiobrero que podía ser predicado del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en las disputas con un sector sindical, por ejemplo, por el impuesto a las ganancias. Christian Castillo, dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (pts) sentenció: «Cristina hizo un discurso bien gorila y antiobrero, digno de De la Rúa y del gobierno de la Alianza» (Partido de los Trabajadores Socialistas, 27/6/2012: en línea). El pts construye una doble diferenciación con la otredad peronista. Una con el gobierno, al que acusa de tomar medidas y de adoptar posicionamientos «gorilas»; la otra, con la conducción del movimiento obrero, al que identifica como burocrático.

Frente a ello, marcaban sus diferencias con el gobierno:

Pero lo que resalta es el discurso del kirchnerismo que acusa a los trabajadores que paran y a los que han logrado recomponer medianamente su salario de extorsionar a la sociedad y a los trabajadores que menos cobran, por estar en contra de considerar que lo que reciben como paga por su trabajo es ganancia. Mientras tanto, no gravan la renta financiera, mantienen el IVA, subsidian a los capitalistas, pagan deuda externa ilegítima y fraudulenta, permiten que las empresas imperialistas saqueen nuestros recursos y se pasen por lugares poco apropiados las leyes argentinas. Visto todo eso, podemos decir que los argumentos del kirchnerismo han sido extraídos del manual del buen gorila o de los tanques de ideas del neoliberalismo (Aguirre, en La izquierda diario, 1/4/2015: en línea).

El gorilismo del kirchnerismo está sostenido en la argumentación de un falso relato que bajo un ropaje nacional-popular esconde una política pro-patronal, por lo tanto «gorila», al igual que las administraciones neoliberales anteriores.9 Entre esas prácticas antiobreras también cuestionaron lo que entendían como ajustes de ciertos gobiernos provinciales vinculados al oficialismo. El caso de Santa Cruz destaca como muestra emblemática: «Para los socialistas revolucionarios una comprobación frente a los trabajadores y el pueblo pobre de que La Cámpora es una corriente al servicio del Estado burgués y los capitalistas» (Aguirre, en La verdad obrera, 5/1/2012: en línea).

La Cámpora y el kirchnerismo representan, en realidad, otra expresión burguesa de derecha. Para dar cuenta de ello se sumergen en la historia y construyen un puente entre Perón en 1974 y su supuesto apoyo a la Triple A. Según el pts, el presente marcaría una etapa similar, puesto que la ley antiterrorista impulsada por el gobierno buscaba, a su entender, abrir un proceso represivo. Esto se articula con la concepción de falso relato, puesto que «años después son aquellos que se dicen hijos de la JP los que intentan aplicar un ajuste y repiten gestos represivos típicos de la derecha peronista» (Aguirre, en La verdad obrera, 24/4/2014: en línea).

El uso de «gorila» para designar al peronismo y al kirchnerismo desde la izquierda requiere de otro movimiento discursivo: defenderse de la acusación a la que aludíamos anteriormente de ser una izquierda «gorila» funcional a los intereses de las clases dominantes.

En el kirchnerismo también hay un sector que destila veneno contra quienes levantamos las ideas de Trotsky: especialmente intelectuales y cuadros políticos «progres» provenientes del PC. Repiten una y otra vez la idea de que «los trotskistas le hacen el juego a la derecha» y acuñan la frase desmentida por la realidad de la Presidenta: «A la izquierda del kirchnerismo solo está la pared». El peronismo siempre hizo todo lo posible por alejar a los trabajadores del trotskismo, identificándolo con el PS y el PC, que durante la mayor parte de su historia se aliaron con los peores enemigos del movimiento obrero y apoyaron dictaduras militares, acusándonos de «estar con los gorilas». Pero los trotskistas, lejos de ello, nos insertamos en los sectores avanzados de la clase obrera y representamos para patrones, políticos burgueses y burócratas la perspectiva de una revolución donde todos ellos terminen en el basurero de la historia (Crux, 21/8/2014: en línea).

El uso del significante «gorila» está en juego también en las disputas internas con otras expresiones del campo de la izquierda no peronista. Prueba de ello son los términos de algunos debates sobre posicionamientos históricos que las distintas fuerzas que componen el espacio han tenido a lo largo de la historia. Así, el Partido Obrero (PO) cuestiona al Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST) haber tildado de «gorila» a Fidel Castro en el momento de la revolución cubana.10 Mientras que se desacredita al Partido Comunista por el apoyo que habían tenido a la autodenominada «revolución libertadora». Allí, el gorilismo es algo que la maduración y el crecimiento del Frente de Izquierda estaría logrando dejar atrás y que, según esta lectura, es percibido por los trabajadores peronistas que verían a la izquierda como la única fuerza capaz de llevar adelante las banderas del peronismo, ahora cooptado por el enemigo.11

En el mismo sentido se cuestiona el uso que el peronismo hace del concepto «gorila», puesto que le permite correr el eje de discusión y obtura cualquier crítica que la izquierda le formula. Desde esta perspectiva de izquierda, ante la denuncia del carácter conservador del peronismo esta fuerza se defiende invalidando al enunciador por «gorila» y dejando sin efecto el fondo de las críticas.

La izquierda intelectual y el progresismo

Dentro del amplio abanico de la izquierda existe otro sector que disputa el sentido de la palabra «gorila». Este espacio tiene dos características. Por un lado «habla» desde el campo intelectual y, por otro, se reivindica en una tradición crítica, progresista, socialdemócrata e, incluso, de izquierda. Dicho sector se puede definir a partir de «que el grueso de los partidos socialistas y las organizaciones de centro-izquierda comenzó a dejar de lado sus resistencias a la economía de mercado y a desechar paulatinamente el lenguaje de la lucha de clases, la liberación nacional, el internacionalismo, la soberanía westfaliana estricta y demás» (Arditi, 2009: 233). En términos de Ostiguy, es una centro-izquierda alta que se identifica en contra- posición con el modo peronista de acción política pero que tiene pretensiones de comprensión del mundo subalterno, por lo que se incomoda con la clasificación de «gorila». Un pasaje de una entrevista a Beatriz Sarlo es una muestra de ello:

[…] varios de sus críticos coinciden en calificarla de «gorila de izquierda».
-¿Le molesta o no que le digan así?
-Creo que no soy gorila, pero es muy tradicional [la acusación]. En todo caso, prefiero que me digan de izquierda a que me digan de derecha.
-¿Duele lo de gorilismo? Algunos están orgullosos de ser gorilas.
-Mi generación vivió una vida tratando de no recibir el calificativo «gorila», pero corre por cuenta de quien lo dice. Por ahí fracasé y soy gorila…
-¿Pero no es algo que la condiciona cuando escribe? ¿No hay una especie de mecanismo de preservación que la lleve a cuidarse o a cambiar algunos planteos para no quedar enrolada en el «gorilismo»?
-No, en realidad no creo ser gorila. Si me comparo con Marcos Aguinis, Juan José Sebreli o Santiago Kovadloff, tengo que pedir la ficha de afiliación (risas). Depende de con quién te compares. Pero en un arco donde estén Carlos Altamirano, Emilio de Ipola, Tito Palermo, en donde todos somos más o menos así, ninguno merecería el adjetivo de «gorila». Esa es la gente con la cual hablo. Para mi generación era el peor insulto que se podía re- cibir, pero tipos como [Jorge] Coscia son tan sectarios que me inclinaría a llamarlo gorila a él. Un gorila peronista (Sarlo, en La Nación, 30/4/2011: en línea).

En este campo, la nominación de «gorila» por parte del peronismo actúa como una invalidación en tanto incomprensión de la dinámica política de los sectores populares, de sus identidades, de sus liderazgos y de sus formas de representación.

El espacio de la derecha

Como el progresismo intelectual, el espacio de la derecha se enfrenta con la clasificación descalificante de «gorila». En efecto, son escasos los enunciadores que se asumen como tales y, si lo hacen, es más por un fin provocador que identitario. Para pensar el uso de esta categoría en el espacio de la derecha tomamos ciertos discursos pertenecientes a ese espacio, pero no a representaciones político partidarias del mismo. En distintos medios vinculados históricamente a esta tradición la cuestión del gorilismo es un tema abierto al debate y objeto de columnas y de editoriales. En términos amplios las referencias al término «gorila» se inscriben en un movimiento defensivo orientado a desarticular el lugar del enunciador del apelativo. El espejo devuelve una crítica a lo que interpretan es la característica populista del peronismo: la antagonización del espacio social. Esto es, la supuesta capacidad de esa fuerza de construir enemigos políticos en distintos actores y sectores que son llamados de esa forma denigratoria para impugnar el debate. Este aspecto se relaciona, también, con la idea de la falsedad del discurso peronista y su búsqueda de construir enemigos, que no serían reales sino más bien inventados ad hoc para sostener o para generar adhesión a los que detentan el poder.

La palabra «gorila», como epíteto dirigido a todos aquellos que seguimos diciendo lo que el peronismo fue y es, se saltea la realidad. Es curioso, es sospechoso, el análisis que ciertos comentaristas, psicólogos sociales y sociólogos a la violeta hacen del primer peronismo. Reivindican, con razón, el aporte de la incorporación millonaria de marginados a la sociedad argentina que significó, repitiendo lo que había hecho el radicalismo con los marginados de su época. Pero ignoran estos campeones sedicentes y sediciosos de los derechos humanos todo lo que tuvo de sistema fascista de aniquilación de la libertad y la dignidad humana: la afiliación forzosa, la humillación del luto obligatorio, los textos escolares plagados de incondicionalidad. Fue, para nosotros, un fenómeno nuevo, importado de la Italia de Mussolini. Todo argentino no peronista se convirtió en esa época en exiliado interior (Balestra, en La Nación, 10/3/2008: en línea).

En el apartado podemos ver cómo el significante «gorila» es negado en su validez, puesto que en el discurso es construido como una maniobra del peronismo para correr el eje de la discusión política y para ocultar su carácter filo fascista. El problema del peronismo, desde la óptica de la derecha, es su naturaleza conflictiva, es la toma de posición que implica su discurso.

En el análisis de ese movimiento, desde su derrocamiento en 1955, se ha generado un desentendido dual: o no se lo acepta o se lo glorifica. El peronismo expresa desarreglos de la sociedad argentina. Como una enfermedad. Fue siempre una consecuencia, no una causa. […] Querer separar el horror del proceso del horror peronista que lo antecede es hacer trampas. […] Una síntesis con afán didáctico podría compendiarse diciendo que su característica es el desaliño moral. El desaliño moral, lo dice su etimología, es desentenderse, desinteresarse por ciertas formas del comportamiento que son el piso, las paredes y el techo de la honestidad. De la honestidad pública y de la honestidad privada (Balestra, en La Nación, 10/3/2008: en línea).

Desde esta lectura, la política, a diferencia de la etapa peronista y kirchnerista, no debería considerarse como conflictiva sino más bien como consenso sin antagonismo (Conno, 2012). La búsqueda de un terreno común para el diálogo es atravesada como un rayo por el antagonismo en el sentido fuerte, el que cuestiona la racionalidad del otro. Pensar en estos términos implica una negación de lo político y su reemplazo por una visión que vela los conflictos y la disputa de intereses. No obstante, el mantener la «ultrapolítica» (Rancière, 1996) implica la imposibilidad de convivencia. El peronismo sería el espectro de la diferencia política (Marchart, 2009) y, en este aspecto, un obstáculo obstinado a las buenas formas políticas liberales.

Entrevistador: Para muchos sectores usted está caracterizado como «gorila»… El peronismo tuvo altibajos, momentos en los que se volvía democrático, y que efectivamente luchaba por la justicia social, pero siempre me quedaba el sabor de que esa lucha estaba vinculada a lo inmediato, a la conquista del voto y no a un progreso genuino. Yo no odié al peronismo. Conversaba con sus grandes teóricos, Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui, el «Colorado» Abelardo Ramos. No fui propiamente un «gorila». Simplemente cuestionaba cosas. Pero en esa época podíamos dialogar, a pesar de que eran figuras muy seguras de sus posiciones. Era otra Argentina (Aguinis, en Clarín, 19/4/2016: en línea).

Allí emerge la lectura que el término «gorila» es parte del dispositivo peronista para construir antagonismos, cuestión que la derecha plantea negar el conflicto y «cerrar la grieta» que los gobiernos kirchneristas habrían abierto. El relato está identificado con una mística falsa que sirve a los intereses de construir una verdad sesgada. El objetivo de la derecha es, justa- mente, construir un discurso de «todos», no de una parte. Como bien señala Diego Litvinoff (Página/12, 31/8/2016), esta vez en referencia al pro, pero asimilable al espacio de derecha en general, se caracteriza como exceso de politización toda interpretación alternativa de los hechos.

El significante política se articula en una cadena de sentido que lo concibe con la adminis- tración de los recursos que se tienen en un contexto determinado. Esa es la buena política que oculta en el discurso a la visión negativa que es la de la confrontación y la del conflicto. Esto último se conecta con la visión que tiende a deshistorizar las trayectorias de los actores sociales y colectivos. Estos son reemplazados por gente o por personas que son identificados como sujetos individuales sin intereses colectivos o sectoriales. La mención al concepto de «gorila» implica, justamente, reabrir esos debates. El significante «gorila» reabre el proceso de historización del conflicto que el discurso de la derecha pretende clausurar (y que, a la vez, repone).

El problema con el gorila es que no cree que haya que ahogar la libertad para realizar la justicia social, supone que si otros países pudieron ampliar derechos sociales y políticos sin resignar las instituciones de la democracia, aquí también es posible hacerlo, y da por descontado que no hay que reverenciar a nadie por las conquistas sociales, como sucede en todo el mundo, que no está plagado de monumentos, cánticos y glorias a líderes que hay que mirar desde muy abajo, porque ellos están muy arriba. Salvo, claro, en los regímenes autoritarios. Con los años, gorila podían ser el almirante Isaac Rojas o el general Pedro Eugenio Aramburu, pero también Augusto Timoteo Vandor o incluso José Ignacio Rucci, porque el término se transformó en un arma de lucha para denigrar al contrario (Mercado, en La Nación, 19/8/2015: en línea).

El término «gorila» incomoda a los sujetos designados, por ello hay un esfuerzo en la argumentación por mostrar la incoherencia del concepto. En este contexto, el kirchnerismo acusaría a cualquiera que quisiera pensar distinto; no importa su posición política, lo que prima en esa operación es estar contra esa fuerza, que es caracterizada por esa práctica como autoritaria.

Nada de esto les parece deleznable a los defensores de la unanimidad. Por el contrario, califican de gorila al que lo denuncia. Para esta manera de ver las cosas, gorila es el que se niega a avalar el robo de boletas en el cuarto oscuro, el que quiere terminar con el bochornoso sistema electoral que reproduce las condiciones del fraude, el que quiere garantizar la independencia política de quien recibe un plan social, el que cree que dar un trabajo no es esclavizar al trabajador con el voto, el que está convencido de que donde hay una necesidad hay un derecho y que los derechos se ejercen en libertad y sin miedo (Mercado, en La Nación, 19/8/2015: en línea).

Frente a ese avance, tipificado como totalitario, el discurso explora otra faceta que se relaciona con poner el énfasis en las contradicciones que tiene el peronismo. Así, los relatos en torno a cómo supuestamente esa fuerza utiliza el término «gorila» para descalificar adversarios procuran quitarle credibilidad a su uso.

El gran invento cultural del peronismo es la palabra «gorila», que hoy condensa todo lo monstruoso de la historia argentina. Como nadie quiere estar incluido, la gente baja el nivel de confrontación y no dice públicamente lo que piensa. Originariamente era el grupo más obcecadamente antiperonista; ahora es todo lo que no es oficial y se le ha adicionado haber colaborado con la dictadura militar, todo lo monstruoso de la historia argentina. Hay miedo en muchos intelectuales, pensadores, artistas, en quedar incluidos en ese grupo (Onaindia, en La Nación, 5/2/2012: en línea).

Te pueden llamar «gorila», que para algunos es un epíteto tan grave como «racista» o «nazi». El hecho de que ese insulto haya virado de simple sinónimo de «enemigo» a un anatema indiscriminado para cualquier mínimo objetor del relato justicialista muestra hasta qué punto la psicopatía ha triunfado incluso entre los opositores y los librepensadores de libertad incierta (Fernández Díaz, en La Nación, 25/10/2015: en línea).

El espacio de la derecha, en sus múltiples tradiciones, se ve interpelado por el significante «gorila» (en el sentido althusseriano, se siente aludido, hay algo en su subjetividad que le permite reconocerse aunque le incomoda) y las formas de construcción del discurso en tor- no a este concepto remiten a una suerte de desvinculación del estigma que tiene distintas estrategias argumentales. Desacreditar el peronismo es, en ese contexto, tratar de impugnar el término «gorila» y la lógica política que permite su enunciación; es decir, trata de negar el carácter conflictivo de lo político.

Algunas reflexiones a modo de cierre

Donde hay un signo, hay ideología.
Mijail Bajtín y Valentín Voloshinov (1992)

Horacio González, en el artículo citado, señala: «Palabra compleja de la teoría política del denuesto, gorila es un vocablo altamente especializado, de gran jerarquía epistemológica pero con fuerte capacidad de entrevero» (Página/12, 4/11/2007: en línea). En este artículo también hemos transitado esos complejos entreveros en los que el uso del término se transforma, se significa y se resignifica. Hemos visto que no solo es una palabra cargada de historicidad para el lenguaje político de los argentinos sino, también, las operaciones que se hacen sobre ella para resignificarla, para disputar su uso y para producir sentidos. Más que identificar el uso correcto se trata de estudiar los modos en los que los términos configuran subjetividades y posiciones que no dejan de reinscribirse en el campo político.

El término «gorila», si aceptamos la genealogía oficial, surgió en un programa llamado «La Revista Dislocada». Ironía del destino –o no– es «dislocación» uno de los conceptos centrales de la ontología de la teoría política posfundacional –junto con los de heterogeneidad, antagonismo y exceso– que usado para pensar las identidades sociales nos habla de los intentos por suturar una identidad por definición dislocada. El uso de la palabra «gorila», originalmente, tiene esta función: nombrar la alteridad y producir un colectivo de identificación. El origen es producto de dos situaciones. Un sector que requería de producir lenguajes propios para la política, de codificar el accionar en los umbrales de la resistencia. Y también el modo de negar la negación. Sin embargo, a diferencia de «descamisados», de «cabecitas negras» o de «chusma», la palabra «gorila» no es un epíteto de los sectores dominantes que los subalternos resignifican sino una intervención que sujeta al otro a un nombre detestable.

Pero ese nombre implica, además, una especie de desacuerdo originario, incluso más radicalizado que el que propone Jacques Rancière: «El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura» (1996: 8). El término «gorila», al menos en uno de sus usos, ligado a su bautismo (y es el sentido, creemos, espectral), designa la condición «naturalmente» equivocada de la racionalidad con la que se realizan los juicios sobre los fenómenos populares; así, pone en entredicho y subvierte a la razón burguesa e ilustrada. El gesto irónico radica en que quien habla en nombre de la civilización y de la razón es reflejado en un espejo que le devuelve una imagen de irracionalidad. La enunciación del negado pone en cuestión el orden del discur- so dominante. Como sostiene Rubinich: «Posibilita, desde el lugar subordinado que ha sido interpelado directa o indirectamente, una respuesta fuerte, casi cuestionadora de las reglas del juego» (2001: 106).

A lo largo de la investigación realizada para este trabajo fuimos delimitando el hallazgo de dos sentidos básicos de «gorila». Por un lado, aquel que nomina posiciones ligadas a un proyecto político y económico de los sectores dominantes (oligarquía / corporaciones) aliado al imperialismo (o al capital trasnacional) que impide la realización del proyecto nacional y popular. Por otro, una dimensión cultural y simbólica de desprecio de lo plebeyo. Si el primer uso se refiere a una comprensión del peligro del peronismo como movimiento anti status quo (y una defensa de la oligarquía), el segundo denuncia una incomprensión intelectual del fenómeno peronista y una repulsión pasional, ética y estética hacia lo popular.12 En esta segunda acepción, Rubinich lo define como:

Determinado acto o una enunciación como tal, cuando estas suponen a su vez una descalificación extrema de dirigentes, afiliados, iconos, sectores de la población tradicionalmente adherentes al peronismo, o estilos de vida, consumos, gestos, etc., asociados a esos mismos sectores (Rubinich, 2001: 103).

El término refiere a una posición en el campo político a partir de movilizar significados sobre ciertas experiencias políticas (el peronismo, por antonomasia) y de un modo de evaluar las prácticas políticas, sociales y culturales de los sectores subalternos, sus formas de organización y sus modos de representación. El juicio «gorila» corresponde a un tipo de configuración de sentimientos, de evaluaciones morales, de ensibilidades y de estéticas que normativizan la mirada sobre los sectores populares, y que son especulados en la investidura despreciativa del concepto. Esto ilumina dos aspectos clave para la comprensión de la dinámica política argentina.

Ahora bien, al interior del peronismo el término «gorila» es parte de la disputa por lo que Carlos Altamirano identificó como esa eterna búsqueda del «peronismo esencial». En los años setenta, como arma de descalificación de los diversos sectores del peronismo; en particular, lanzado desde los sectores ortodoxos hacia los «infiltrados» en el movimiento. En los noventas, para definir el estatus de verdadero peronista de Menem; y, luego de 2003, para medir la peronicidad de Néstor y de Cristina.

Es preciso notar, sin embargo, que en los años noventa operó una importante mutación en las condiciones de producción del discurso político. La desarticulación de los principales enunciadores del peronismo con lo nacional-popular y su matriz plebeya beligerante abrió la posibilidad de un desplazamiento desde la concepción fundamental de «gorila» como anti-peronista hacia «gorila» como anti-obrero o anti-popular. Así, el gorilismo podía identificar a los sectores que implementaban las políticas de ajuste. El peronismo en el poder, entonces, podía ser acusado de desarrollar una política «gorila» en tanto expresaba los intereses y el plan histórico de los «verdaderos gorilas». En otros usos, precisamente por ser «gorila», la política de Menem quedaba excluida del verdadero peronismo.

El término siguió presente en la jerga militante aunque en un lugar subordinado en los movimientos que protagonizaron las protestas de 2001. La reposición a partir de 2003 y, fundamentalmente, desde 2008 de condiciones de producción y de reconocimiento de los discursos políticos potenció el uso. La actualización de la matriz de izquierda nacional-popular por parte del kirchnerismo potenció el concepto y reactivó tanto el uso en el peronismo como la necesidad de despegarse o de impugnarlo por sectores políticos y mediáticos identificados como «gorilas».

Borges inicia «La esfera de Pascal» con las palabras que hemos elegido de obertura: «Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas» (1952: 14), pero finaliza el texto con un hallazgo: «Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas» (1952: 19). Pues bien, este trabajo se ha ocupado de la entonación de una metáfora con la sospecha que le asistía a una joven promesa del nacionalismo popular «muchos conceptos fueron en su principio meras casualidades verbales y que después el tiempo las confirmó (Borges, 1928: 56)». Quizás «gorila» sea uno de esos conceptos.

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NOTAS

1 No deja de ser curioso que el guionista haya sido, después, candidato del partido fundado por Álvaro Alsogaray, prototipo del «gorila» por varias décadas.

2 Por ejemplo, el artículo de Horacio González, «Gorilas, integracionistas y lanusardos», publicado en la edición N.º 7, de octubre de 1972.

3 La consigna agregaba: «Para que vea / que este pueblo no cambia de idea / pelea y pelea por la educación», paradójicamente entonado por la Franja Morada (UCR), y con una variante: «Lleva las banderas de Evita y Perón». Cuando asumió Fernando de la Rúa, la consigna mutó en «traigan al gorila radical».

4 Ver, «Cafiero, Menem y Reutemann acusaron de gorila a la Alianza» (La Nación, 6/10/1998: en línea).

5 «En su discurso, la candidata a legisladora [Hilda «Chiche» Duhalde] tam- bién golpeó duro contra los referentes de la Alianza, a los que volvió a tildar de «gorilas» porque «desprecian al hombre de trabajo»» (La Nación,
18/10/1997: en línea).

6 En 2008, por ejemplo, se populariza por la Televisión Pública Argentina un personaje de Diego Capusotto, «Bombita Rodríguez», que actualiza lenguajes de la izquierda peronista; entre ellos, el uso reiterado de «gorila».

7 Un ejemplo es la muestra realizada en el Museo Palais de Glace que incluyó un juego interactivo de «tiro al gorila» (Clarín, 21/3/2011: en línea).

8 Lésbico, gay, travesti, transexual, transgénero, bisexual, intersexual, queer (N. del E.).

9 También el PO moviliza este sentido al acusar de actitud gorila a Florencio Randazzo (Partido Obrero, 9/4/2015: en línea).

10 Ver, «Cuando Fidel Castro fue «gorila» y Batista «peroncho»» (Partido Obrero, 8/1/2009: en línea).

11 Ver, «Pitrola: «Las izquierdas kirchneristas son perdedoras»» (Alberio, en Ámbito financiero, 29/11/2013: en línea).

12 Un tercero, ligado a la idea de clases medias, está contenido en la noción de «medio pelo» elaborada por Arturo Jauretche. El medio pelo representaría a un tipo de gorila que no es el militar u oligarca, ni el in- telectual profeta del odio, sino esos sectores medios con identificaciones hacia arriba y con desprecio hacia abajo.

Retamozo, M.; Schuttenberg, M. (2016). Gorila, más que una palabra: Usos y controversias en la Argentina contemporánea. Oficios Terrestres N.º 35 Julio-Diciembre 2016. En Memoria Académica.
Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.8580/pr.8580.pdf

Fuente:ElOrtiba

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