Como a los nazis les va a pasar
La licencia para asesinarnos
Los 17 genocidas imputados en la
megacausa Guerrieri IV tuvieron la oportunidad de declarar. Algunos lo hicieron
y otros no, ninguno respondió preguntas de la fiscalía ni de la parte
acusadora.
Por fin se sientan en el banquillo de los acusados los 17 imputados en la megacausa
Guerrieri IV. Antes de oír las argucias genocidas, el tribunal escucha al último
testigo del juicio. El miembro del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF)
Juan Nóbile detalla su investigación, indispensable para dar con los restos de
algunas personas asesinadas durante la dictadura cívico-militar-clerical. Especifica
que era común el uso de cal para degradar los tejidos blancos con más rapidez
que la natural.
Aporta evidencia que dejó la excavación en San Pedro: heridas premortem
producidas por armas de fuego, una vaina servida de nueve milímetros, prótesis
dentales, anillos.
Hay 19 hallazgos de cuerpos pendientes y no se encontraron pruebas suficientes como para determinar el sitio de ejecución. Mientras un abogado le aprieta la mano a un genocida, el antropólogo destaca que la sustracción del ADN es más engorrosa en cuerpos quemados.
Ampliación
El abogado Gonzalo Pablo Miño interviene para decir que ampliar la base de
imputaciones perjudica el derecho a defensa. “La fiscalía se ha convertido en un
querellante más”, opina. En la sala hay más genocidas que gendarmes. Son cinco
los que eligieron estar presentes hoy. Cuando dan testimonios familiares de las
víctimas directas del terrorismo de Estado, el público desborda la capacidad. Pero
están por declarar los genocidas, es muy poca la gente que los fue a escuchar y nula
la que los fue a apoyar. Sus cabezas blancas y calvas denotan que pasaron más de
40 años para que respondieran judicialmente por los múltiples delitos que se juzgan
hoy en el Tribunal Oral en lo Criminal Federal n° 1 y ellos se victimizan al señalar
que ya son viejos.
Uno por uno
Eduardo Costanzo, quien ha violado la prisión domiciliaria, rompe el hielo. Acusa un
problema auditivo. Comparte que ayer cumplió 88 años y una mujer del público
pregunta sarcásticamente si quiere que le canten el feliz cumpleaños. Habla de
“la cieguita”, una víctima que fue vecina suya y que era amiga de su esposa. “Es de
película”, se queja sobre la acusación. Lamenta que la Corte Suprema le haya mandado a hacer un examen psicológico y que la Gendarmería lo buscara por su
casa a la madrugada y lo llevara esposado. Se desprende de los testimonios que
lo ligan al ex centro clandestino de detención La Calamita. Estuvo 19 años detenido. “Si me tiene
que dar una perpetua yo le firmo la conformidad”, desafía a la jueza Mariela Emilce
Rojas.
Walter Pagano se acerca al estrado y respira viciosamente sobre el micrófono. “Niego
haber sido partícipe en todas las imputaciones de esta causa”, indica. Jorge Alberto
Fariña no hace ninguna declaración. “Voy a declarar y no voy a responder preguntas”,
afirma ahora Osvaldo Tébez mientras detrás suyo tres mujeres se abanican. Hace un
recorrido desde que comenzó el servicio militar, en 1972. Se fue de las fuerzas en 1982
y tuvo 14 ascensos por valor al mérito. Tébez apunta a que “después del golpe de Estado”
trabajó en un banco de Buenos Aires, “ya con la democracia”. Contrasta esos dos
períodos históricos; sin embargo, no se hace cargo de su aporte al terror. El genocida
en cuestión menciona una “detención muy violenta” en la que fue esposado porque
alguien lo había entregado. “Siempre fui un militante activo del Partido Justicialista”,
se defiende. Desmiente noticias en las que se lo ha tildado de prófugo. Sobre la
acusación, insiste con que se trata de “una
fábula”.
“No se entiende nada lo que dice”, rezonga una mujer en la sala cuando el milico explica
que nunca pudo participar de los hechos porque no podía portar armas en aquel momento.
Enseguida comienza su victimización: es paciente de alto riesgo, tiene diabetes tipo
dos, es insulinodependiente, en 2006 sufrió un infarto y padece EPOC; además,
presenta una lesión en la segunda neurona motora. Relata que nunca se sintió parte de
la
Policía Federal, a la que tomó como “trabajo transitorio sin vocación de
servicio”.
Guerrieri Pascual y
otros
El que le da nombre a la causa toma la palabra de manera remota. Está cerca de
cumplir 89 años y tuvo dos ACV. Una mujer susurra: “Yerba mala nunca muere”. En
instantes, Pascual Guerrieri contará su versión de lo que conceptualiza como “guerra
contra la subversión”. El ex segundo jefe del Destacamento de Inteligencia 121 está en
Pacheco y su conexión es inestable. Reniega del juicio porque dice que siempre le
preguntan lo mismo, que lo han tomado como “un bastión, un ejemplo”. Y se burla:
“Guerrieri uno, Guerrieri dos, Guerrieri tres, Guerrieri cuatro”. “Hace 23 años está
detenido”, tiene cinco hijos, nueve nietos y dos bisnietos. Ellos le preguntan por qué
tiene una pulsera especial. Se queja de la dificultad para hacer estudios médicos con
la pulsera electrónica y se autodiagnostica
“problemas psicológicos” por llevarla puesta.
Apegado al cinismo, Guerrieri celebra haber cumplido su rol de “militar convocado para
la lucha contra la subversión”. Pone énfasis en la teoría de los dos demonios mientras golpea la mesa. Descalifica a los “movimientos guerrilleros” de los setenta,
a los que tilda de fascistas, de marxistas y de leninistas. Despotrica contra el filósofo
italiano Antonio Gramsci y elucubra que el arma ideológica es más potente que el
cañón.
Resalta que no hay ninguna acusación directa en su contra. “No conozco a estos
señores de la Policía Federal”, recapitula. Por más que piense que la historia no se
repite, divaga con posturas políticas sobre países latinoamericanos y la jueza lo
detiene para que no se desvíe. Se excusa con que los militares no tomaron el poder
porque estaban locos, sino para poner orden.
Guerrieri jaquea los tres pilares de los organismos de derechos humanos: Memoria,
Verdad y Justicia. Contradice el primer concepto en alusión a la historia para imponer
la idea de que a las personas desaparecidas las quisieron juzgar; pero que, en
contraofensiva, mataron a los jueces. Acerca de la Verdad, esgrime que se ha
contado “de un solo lado”. Se autopercibe sanmartiniano y una mujer del público
refuta con que San Martín no le robaba todo a sus adversarios de guerra. Antes de
pedirle al tribunal que juzgue bien, vuelve a divagar sobre el “populismo socialista” y l
la jueza lo interrumpe una vez más. Hace hincapié en el narcotráfico rosarino, aunque
ha sido parte de ese negocio paraestatal que comenzó en la dictadura genocida,
según confesó Gustavo Bueno en un juicio anterior.
En cuanto a la Justicia, pide que a sus delitos los juzgue un tribunal militar.
Balbucea que sus acciones intentaron apaciguar las aguas con un “fuego
antisubversivo”. “Las leyes de la naturaleza me van a llevar”, proyecta Guerrieri
sobre su potencial impunidad biológica. También relata que padece “ansiedad
emocional” y lamenta su falta de vitamina D por no estar expuesto al sol. Lamenta la
sangre argentina derramada. “No hay constancia histórica y las constancias históricas
que hay son erróneas”, se contradice. “Espero, doctora, que la pluma de ustedes sea
bien guiada cuando hagan la sentencia”, presiona. Por último, concluye: “Los hombres
adoran a Dios y al soldado ante el peligro, cuando el peligro ha pasado Dios es
olvidado y el soldado, despreciado”.
Oscar Roberto Giai resume sus 35 años en la Policía Federal. Se enfoca en la
confección de sumarios para desacreditar una prueba presentada por la parte
acusatoria: “Es una simple nota administrativa”. Describe a la acusación como
“un guión cinematográfico”.
Desmiente un recorte de un periódico y echa por tierra las pruebas incriminatorias,
a las que llama “datos falsos”. La excusa común es haber estado de licencia durante
los crímenes y Giai no es la excepción. “No tengo nada que ver”, culmina. Resalta
que la causa está armada y que no refleja la realidad que vivió. “Las verdaderas
pruebas están en que no estuve”, finaliza sin responder preguntas.
Tras un cuarto intermedio, agarra la posta Daniel Almeder, con ampliación de la
acusación.
En 1976 fue trasladado desde Capital Federal y no conocía Rosario. Denuncia una
“serie de irregularidades” y dice desconocer el motivo por el cual se lo nombra como
partícipe. “Niego todos los hechos”, asegura. Jorge Fariña declara que desconoce
todos los hechos pertenecientes a la ampliación. También recuerda haber declarado
muchísimas veces en estos juicios: “Es todo lo mismo, todo parecido”. “No contesto
nada, doctora, ya he contestado todo”, termina.
Desde una sala con aislación sonora perteneciente a Campo de Mayo, Roberto Squiro
cuenta que su nivel de estudio primario lo lleva a carecer de nivel intelectual como
para entender todas las razones por las que está imputado. Fue radioperador en
Rosario y niega haber participado en los crímenes: “Desconozco totalmente las causas”.
Se pregunta por qué lo sacaron de su domicilio a los 82 años y por qué lo llevaron a
400
kilómetros de distancia de su familia.
Marino Héctor González está al lado de Squiro en la cárcel. Se entera que su
acusación fue ampliada y niega tener conocimiento sobre los acontecimientos: “No
los conozco, no sé quiénes son, tampoco conozco a estas seis personas”. “A mí me
gustaría poder estar presente”, asume. Pone en tela de juicio las pruebas e insiste
con que no sabe quién lo vio cometiendo los delitos por los que se lo acusa ni tiene
idea de cuándo dicen que lo vieron. “Yo no tengo nada que ver con esto, lo mismo
que los otros juicios”, afirma. Al respecto, la jueza le recuerda que tenía derecho a
estar en las audiencias testimoniales y que ejerció su derecho a no estar. Él pide
que le manden una nota que detalle las acusaciones.
Para Rojas sería oportuno que el imputado estuviera presente durante los alegatos
finales. Considera sustancial que el acusado dé cuenta del relato de los hechos que se
le atribuyen. Marino Héctor González no tiene interés en viajar a Rosario y aprovecha
para contar
que está enfermo. “Todo esto me hace muy mal”, declara.
Juan Andrés Cabrera será breve. Está detenido en Bouwer y, desde allí, declara: “Yo
lo que quiero decir primero es que no conozco a esas personas, no sé quiénes son”.
“Soy inocente al respecto en consecuencia”, evalúa. “Tampoco sé en qué fecha fueron
esos hechos”, se desentiende. Pero aclara que en 1976 y en 1977 no prestaba
servicios en la mencionada sección. Ariel Antonio López no ampliará ni declarará
nada. Después de otro cuarto intermedio, el tribunal delibera que para garantizar el
derecho a defensa se reprogramará la audiencia.
El día después
Es martes y la jueza repasa los hechos por los que está acusado cada imputado.
Detalla las ampliaciones sobre las privaciones ilegítimas de la libertad de niñas y de
niños.
Fariña, López, Guerrieri, Cabrera y Almeder deciden no ampliar sus declaraciones.
Costanzo, por su parte, aclara que el Destacamento de Inteligencia 121 de Rosario
fue la única fuerza policial para la que trabajó. Cuenta que Fariña lo despreciaba,
que se reguntaba quién lo había mandado a La Calamita porque era una basura que
no servía para nada. En ese sentido, indica que antes de 1977 había estado en la
sección callejera, no en el ex centro clandestino de detención.
Foto: Jorge Contrera
Enrique Andrés López reconoce haber cumplido funciones en la guardia en la
delegación de Rosario, pero no podía salir a hacer procedimientos. “Por supuesto
que niego toda la situación”, advierte. Pone en manifiesto el suicidio de su hijo y se lo
atribuye a “la gran depresión” que le causó su situación judicial. Cuenta que lo bautizó
el 7 de enero y de esa manera encuentra coartada. “Yo niego los cargos, niego las
cosas”, concluye.
Roberto Isach retoma la típica pregunta de las querellas a testigos sobre si han
tenido familiares víctimas de la dictadura para decir que él, su esposa y su hijo
lo fueron. Narra episodios en los que sufrieron detenciones ilegales. El patrón
común de los genocidas es victimizarse, pero Isach es el único de los imputados
que dice haber vivido algo así. “Desconozco totalmente todo lo ocurrido”, afirma
sobre los casos en los que
está afectado.
El provocador
Juan Daniel Amelong ha asistido religiosamente a las audiencias. Divide su
exposición en tres partes: primero, hace un recorrido sobre su trayecto como
militar. Destaca su desempeño en el armado de autos y en otros aspectos
ingenieriles para el Ejército en busca de la desarticulación de su participación
en los crímenes de lesa humanidad. Continúa con algunas consideraciones sobre
declaraciones testimoniales, entre las que caratula como “organización terrorista”
a Montoneros. En tercer lugar, repasa caso por caso y esquiva toda responsabilidad
a partir de supuestas convalecencias al momento de los hechos. En un rato se
burlará de quienes han prestado testimonio: “Acá se puede venir a llorar”. Despliega
extensos papeles donde detalla coartadas. La intervención del más provocador
de los imputados es muy extensa y acapara la gran mayoría de la jornada.
Es notoria su bronca hacia Costanzo, quien rompió el pacto de silencio genocida y
lo entregó, y a quien defino como “inútil”. La jueza le pide que se centre en los
delitos por los que se lo imputa cuando Amelong despotrica contra su colega
Ana María Figueroa. Cuenta que su familia padece el proceso judicial, pero que
conserva la entereza. Le queda un año de condena y está en prisión domiciliaria.
Rojas detalla lo organizado del represor, que se ha tomado bastante a pecho cada
caso como para aseverar que no tiene nada que ver. Tras una tediosa jornada de
ampliaciones de las declaraciones, la jueza determina un cuarto intermedio. El 29
de mayo seguirá el juicio a través de la plataforma Zoom y se les explicará a Squiro
y
a González qué casos amplían sus acusaciones.
Nota publicada en la edición impresa
del semanario El Eslabón del 27/05/23
Fuente:RedaccionRosario
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