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LOS CARNAVALES, Y LA FAMILIA DEL DOCK SUR
HACE 70 AÑOS.
(Recordatorio:
En el siglo XIX G.Bosch describió la Gran Aldea en “Buenos Aires setenta años
atrás”)
Es el recuerdo o impresión más nítida que tengo
de los carnavales.
A los 4 años cuando todavía era mimado por papá
y mamá, me disfrazaron de pirata y gané un premio en el concurso del hotel
Bristol de Mar del Plata, pero no lo recuerdo, solo conservo fotos de un
pirata gurrumín.
¡Ay que rápido pasaron los años de mimos!
Cinco años después era sólo el furgón de cola que requería atención, aún
sin pedirla.
Mi madre ayudaba durante la temporada de
verano, hasta fines de marzo, a la abuela en la atención del hotel de Mar del
Plata, y yo debía concurrir a la escuela. Me mandaban por esos días, un año a
la casa de tíos paternos y otro a la de los maternos, en ambas siempre me
trataron bien, es claro que yo prefería aquellas en la hubiese gente de mi edad,
o por lo menos adolescentes.
Eso sucedía en lo del tío Elías y la tía
Elfrida, en realidad Elías era el tío menor de mi mamá, es decir tío abuelo
mío, que tenía hijos jóvenes. La prima Estela que me llevaba menos de dos años,
sus abrazos, el calor de los pechos púberes despertó tempranas sensaciones a mi
incipiente libido. El primo Miguel que había ingresado a la escuela
Industrial, muy interesado en la valoración de su verga, trompa de
elefante en comparación con la mía, que lo hacía soñar con algunas clientas de
la tienda de su padre, a las que se desvelaba por atender cuando ayudaba en el
negocio, después de la escuela, donde no llegó a completar el primer año por
vago e inconstante; tenía cierta capacidad pero prestaba poca atención, la
trompa de elefante le tenía sorbido el seso.
La prima Dora de diez y nueve años, quizás la
más inteligente de los hijos, se recibió en el Conservatorio Nacional de
Teatro, en la época en que lo dirigía Cunil Cabanillas, donde fue compañera
entre otros conocidos de Alfredo Alcón.
Con la primogénita Regina, más opaca,
tuve menos relación..
La tienda de tío Elías quedaba justo enfrente
de la Usina, en la esquina de la Avenida Facundo Quiroga (luego se llamó
Agustín Debenedetti, no sé como se llamará ahora) y Paúl Angulo (no quieran
saber las rimas que ese apellido merecía). . El local de chapa
acanala-da, revestido interiormente de machimbre de madera, incluso el
techo, resultaba conforta-ble. Se comunicaba con la vivienda, a la que
además se entraba por un zaguán que daba a P. Angulo, construida en parte por
la misma chapa y madera, y en parte con material, ladrillos, baldosas, cemento,
por lo que el baño brindaba las comodidades de un baño moderno, salvo el
calefón a alcohol. La cocina con piso de mosaicos y un artefacto a querosén,
era muy amplia y servía de comedor diario, el otro comedor se usaba sólo cuando
recibían a invitados especiales.
Miguel tal vez por la necesidad de
resultar simpático, de sentirse apreciado, que lo caracterizó toda su vida, me
hacía su compinche. Con las monedas que rasguñaba de la caja, me llevaba a
la pizzería, previa simulación organizada, yo debía hacerme el dormido y
no cenar con la familia, para concretar luego la escapada y la consiguiente
francachela.
Los fines de semana íbamos a un cine que
quedaba a tres o cuatro cuadras hacia la cancha de Dock sur, en el hall vendían
pizza canchera (la de tacho con tomate y ají, sin muzzarella, que iban
cortando a cuchillo en forma irregular mientras la vendían), sándwiches,
bebidas sin alcohol y cerveza, cuyos restos, papeles engrasados y
botellas vacías el selecto público dejaba desparramados por la sala. La
diversión adicional a los gritos y exclamaciones que provocaban las imágenes en
blanco y negro, consistía en hostilizar a las muchachas audaces que
concurrían, aunque fueran ucranianas, o de otra ascendencia, a todas las rubias
les decían polacas, y a la salida eran perseguidas durante muchas cuadras
por la selecta concurrencia, con el objeto de aprovechar su debilidad e
insultarlas, o como nosotros para observar con curiosidad la agresión, no
recuerdo que las hubieran manoseado, la comisaría quedaba muy cerca.
A pocos metros en la vereda de enfrente por P.
Angulo, en el salón de una sociedad de inmigrantes los sabados y domingos organizaban
bailes. Pese al control, la palpación de los hombres por policías y la requisa
de armas, periódicamente terminaban en tiroteo, o con algún acuchillado.
Eran los tiempos de Barceló, Ruggierito, y el gallego Fernández que se
ocupaban de sacar a los matones de la cárcel.
El tío Elías y la tía Elfrida se llevaban como
tortolitos, nunca escuché discusiones entre ellos,
ni una palabra más alta que la otra. Terminado
el almuerzo el tío dedicaba un par de horas a jugar al pool o a los naipes,
truco, mus y sus variaciones., en el café de al lado. Y los domingos iba a la
cancha para alentar a Independiente y deleitarse con el gran Arsenio Erico.
Como yo era de Boca, Miguelito me cargaba,
Independiente shinco, un cinco ceceoso,
Boca shero. Pero el resto de su tiempo
libre el tío lo disfrutaba con su mujer, dos o tres noches por semana, la
llevaba al teatro de revistas, o a ver algún espectáculo comercial, luego
de lo cual cenaban en un restaurante del centro. Esta conducta merecía la sorda
reprobación de mi abuela quien consideraba que tanto esparcimiento conspiraba
contra el cumplimiento de las obligaciones.
Por esos caprichos del almanaque un año el
carnaval cayó avanzado marzo, y pude maravillarme con la diversión,
durante el día las batallas con agua entre ambos sexos, bombitas llenas
de agua que al chocar con fuerza mojaban y dolían, baldazos, mangueras; a
algunas mujeres esas batallas contra los varones les debía gustar, porque
guerreaban entusiasmadas, con los pies descalzos y la ropa liviana pegada al
cuerpo por el agua, destacando sus curvas.
Salvo alguna agresión, o intromisión en patios
y zaguanes para empapar al adversario, la cosa no pasaba a mayores, los
rencores se olvidaban pasado el carnaval, y hasta se generaban nuevos vínculos.
Al atardecer la cosa cambiaba, los niños y
jóvenes se disfrazaban, desde un mes antes las
vidrieras y los catálogos publicitarios de las
grandes tiendas, lucían los disfraces en venta, bailarinas rusas o españolas,
gitanas, piratas, granaderos, aunque la mayoría de las madres preferían
confeccionar ellas mismas los disfraces de sus hijos, por ahorro o para
engalanarlos a su gusto.
Pero en el Dock Sur la historia era otra, a las
seis comenzaba el corso de Facundo Quiroga. Las comparsas de las agrupaciones
carnavaleras lucían sus trajes y coreografías entre la barahúnda sonora, pero
lo más interesante eran las creaciones ridículas, los colegiales con mamadera
de vino colgada al cuello, xeneizes bigotudos y panzones, osos carolinos, que
cada tanto sofocados se sacaban la cabeza para entonarse con un trago de tinto
directo desde la botella, y hasta algunos bebes en sus cochecitos con las
piernas peludas colgando, empujados por una niñera de barba y piernas de
futbolista. Las contorsiones y piruetas de los bailarines aparecían como
extraordinarias, propias del circo. A mí me habían disfrazado de chino,
confección de la tía Elfrida, como los batones y lencería de mujeres que
vendían en la tienda. Me sentía en ambiente con el amplio blusón y
pantalón pijama amarillo, sombrero de coolie y bigotes pintados con carbón,
pero no participaba del desfile. Ni falta hacía, eran miles los que
desfilaban durante horas, la mitad de los pobladores del Dock sur, la otra
mitad festejaba y aplaudía desde la vereda como nosotros, afrontando el riego
del agua perfumada en pomos, o atorados con papel picado si abríamos
la boca.
Pero el corso no era la única atracción,
durante todo el día actuaban las murgas infantiles, cinco o seis pibes, los
humildes gorriones de los barrios, disfrazados con arpilleras y ropas en
desuso, que al golpe de latas se contorsionaban, entonando versos picarescos:
“Ese que esta ahí, así como lo ve, parece moco verde pegado a la paré”, tachín,
tachín, o :” A nuestro director, lo mandamos a la china, por no pagar boleto,
metido en una letrina” y el infaltable tachín. Por mencionar las menos
procaces, las subidas de tono eran las más festejadas, especialmente por
los hombres en los cafés, que los recompensaban con monedas, cuando el dueño
toleraba su actuación. En las casas, recordar a los generosos era parte del
“oficio”, después de varias piezas del selecto repertorio, interpretadas
desde la vereda, en patios familiares, o de conventillos, los
recompensaban con caramelos, galletitas, frutas, o en el mejor de los
casos monedas. Los comestibles se consumían durante la jornada, pero el dinero
que el director repartía entre los participantes, daba lugar a
discusiones, si se había quedado con mayor parte, o había exagerado los gastos
de transporte y naranjín.
Eran tres días de carnaval de alegría y un fin
de semana, carnaval de ceniza, más deslucido, con los participantes cansados, o
desertando hacia los bailes de los clubes donde esperaban
satisfacer su ansiedad de amor sexual, alentados por anécdotas sobre muchachas
que tiraban la chancleta en los días licenciosos.
Años después en otro comienzo de clases, el
Industrial de Barracas me quedaba cerca del Dock sur, recuerdo la curiosa
manía de Miguel, por entonces dedicado a la tienda, donde escuchaba el día entero
por la radio, a la grandes bandas de jazz americanas, Tommy Dorsey, Duke
Ellington, Caunt Bassie, etc. y en un cuaderno llevaba una estadística
minuciosa de las versiones emitidas de cada una, con ranking por día,
semana y mes, a la par que se extasiaba imitando a los instrumentistas
durante los solos de trompeta o saxofón.
La mayoría de los vecinos del barrio eran
peronistas y la mayoría de los comerciantes opositores. Miguel se vinculó al
sector de la juventud radical que apoyaba a Crisólogo Larralde, en el que
cifraba grandes esperanzas.
Con el correr de los años y la respetabilidad
que conceden los años, el tío Elías tuvo la satis-facción que lo designaran
presidente de la comunidad de su colectividad en Avellaneda, lo que incluía la
administración de un modesto templo, para sostener al cual debía
encabezar la lista de donaciones.
Cuando se mudó a un pequeño departamento en
Buenos Aires, por la calle Belgrano, yo ya tenía treinta años, dejó la tienda a
cargo de Miguel, casado hacía tiempo con una chica de Avellaneda, que les había
dado nietas muy despiertas. Regina y Estela también se habían casado, Regina
con un electrotécnico de la Usina y Estela, muy joven, con un vendedor de joyas
a domicilio, inculto pero con aptitud para ganar dinero. Dora que no
encontró en el país oportunidades actorales, se había radicado en el Brasil
donde participaba como corista en revistas y espectáculos musicales, para lo
que tenía especiales condiciones. Desde que era chiquilina en las
reuniones familiares, casamientos, compromisos, se hacía ronda para verla
bailar. En Brasil conoció a un argentino, el hombre de su vida, luego de varios
desengaños. Vinieron a casarse a Buenos Aires, lo celebraron junto a sus
padres en un gran salón, con reiteradas hurras y retornaron al Brasil
donde tuvieron dos hijos.
La tienda en manos de Miguel se vino abajo, las
casas de chapa y madera en el Dock sur eran muy propensas a incendiarse, el
edificio de la tienda, que era alquilado, se incendió. Cobraron el seguro por
la mercadería y las instalaciones. Con su parte el tío Elías cambió su
departamento por otro un poco más grande por Primera Junta, y Miguel con la
suya instaló una tienda pasando Lomas de Zamora..
Al poco tiempo falleció el tío Elías, antes que
se desparramara su familia.
A Miguel no le iba bien, vino a visitarme de
improviso, hacía rato que yo no sabía nada de él, sonriente y simpático, como
cuando era adolescente, para ofrecerme un negocio que no tenía nada que ver
conmigo. Fue nuestro último contacto conmigo. Se pegó un tiro en la
habitación de un hotelucho. Tras reiterados fracasos comerciales, y
devaneos sexuales, había huido de su casa, con una mujer corrida, que le
duró lo que una lluvia de verano.
La dictadura militar en el Brasil habían
influido en el turismo y los emprendimientos gastronómicos de Dora y su
marido Leo, por lo que decidieron volver a probar suerte en la
Argentina y como en el departamento de Doña Elfrida había lugar…
Leo inspiraba confianza, en una de las fábricas
en la que yo trabajaba, sita en el interior, hacía falta un gerente, lo
recomendé y no me defraudo, Dora y sus hijos viajaban a visitarlo todos los
meses y permanecían a su lado durante las vacaciones escolares.
Desgraciada-mente a Leo le descubrieron un cáncer extendido, que en poco
tiempo se lo llevó. Dora trató de encontrar trabajo en Buenos Aires, pero
pasados los cincuenta no le resultaba fácil. Siguió entonces fielmente
las instrucciones póstumas de su marido, en Israel le resultaría más
fácil criar a sus hijos. Como champurreaba varios idiomas, en cuanto llegó la
emplearon en la recepción de las sucesivas camadas de inmigrantes.
La tía Elfrida falleció a los noventa años, los
últimos diez los vivió con la cadera fracturada.
Esos parientes que de purrete me trataron con
bondad, reviven en mi recuerdo al evocar las imágenes del carnaval en el
Dock sur.
Ediciones Agua
Clara – edicionesaguaclara@gmail.com

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